Me coge el frío al salir de la ducha, a traición, un minuto de más permaneciendo sin secarme -iba a poner húmedo, pero casi que no-. La voz se me va gradualmente a lo largo de la mañana, de la misma manera en la que a veces siento que es el mundo el que se me va yendo. A eso del mediodía estoy técnicamente mudo. Hablo poco y en susurros. La gente a la que me dirijo me presta más atención de la habitual. Me miran fijamente, intentando no perderse nada y terminan hablándome, ellos también, en susurros. Parecemos conspiradores o amantes o espías, o quizás un poco de todo. Aparentemente es como si nos estuviéramos diciendo cosas importantes, revelaciones trascendentales, pero sólo es la cháchara de siempre, que, a menos volumen, cobra una nueva dimensión. Subido al coche, voy susurrando algo para mis adentros que apenas escucho.
Me gusta la sensación.