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daniel pennac, la felicidad de los ogros




Benjamin Malaussène tiene un trabajo peculiar en unos grandes almacenes: es el chivo expiatorio de todos los productos defectuosos que se venden. Cuando un cliente llega quejándose porque el objeto que ha comprado ha salido defectuoso, el jefe de sección correspondiente llama a Benjamin y lo hace pasar por responsable de calidad para echarle a continuación una bronca tan tremenda que los clientes acaban solidarizándose con él y retirando siempre sus reclamaciones. Benjamin, además, cuida de una peculiar familia compuesta por cinco hermanos más, simpatiza con los puestos más bajos del escalafón del centro comercial y, sin quererlo, se ve envuelto en una extraña trama de bombas que explotan en el centro comercial sin objetivo aparente. Escrita con un lenguaje chispeante y desbordando ironía y magnetismo narrativo, la felicidad de los ogros es un libro ingenioso -a veces demasiado para su propio bien- trepidante e inteligente. Una buena colección de personajes estrafalarios alrededor del protagonista y un dominio vertiginoso de los diálogos hacen de este libro un pequeño delicatessen de consumo rápido y disfrute perdurable.

De fondo, una crítica sutil del creciente papel protagonista de los centros comerciales en la vida de la gente (el libro es de 1985) y una metáfora muy brillante sobre su lugar como los nuevos centros de culto pagano y los rituales asociados a ellos. También una lectura festiva y vitalista del París intercultural de los años ochenta, un pequeño homenaje a la convivencia diaria entre el argelino del bar de la esquina con el marroquí de la tienda de ultramarinos y el francés que tiene un pequeño sueldo para mantener una familia interminable. Visto con la perspectiva del 2006, el retrato de un mundo pretérito, arrollado por las locomotoras del frenesí economicista de los últimos veinte años.

Los horarios del día, deberían prever un momento, un momento preciso del día, para que uno pudiera compadecerse de su suerte. Un momento específico. Un momento que no estuviera ocupado por el curro, ni por el rancho, ni por la digestión; un momento perfectamente libre, una playa desierta donde poder medir cómodamente la extensión del desastre. Con tales medidas en la mirada, la jornada sería mejor, desaparecería la ilusión y el paisaje quedaría claramente balizado. Pero si pensamos en nuestra desgracia entre dos bocados, con el horizonte cerrado por la inminente reanudación del curro, nos equivocamos, evaluamos mal, nos imaginamos peor de lo que estamos. A veces nos suponemos incluso felices.

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