Si algo caracteriza a la edad del aburrimiento es la desaparición progresiva del horizonte vital de gente a la que admirar. El paso del tiempo te enseña que aquellos héroes sin fisuras de tu adolescencia y primera juventud eran, más que cualquier otra cosa, defectos en tu forma de percibir la realidad que entidades consistentes dificilmente atacables. Sin embargo, quizás como un reflejo de los viejos tiempos en los que uno está voluntariamente ciego o tuerto la mitad de su tiempo, siempre asoma un rescoldo de admiración completa, de entrega absoluta a todo lo que hace algún alguien en un remoto lugar del planeta (ya sabemos que la cercanía abrasa cualquier posibilidad de admiración: sólo caben otras emociones de naturaleza antagónica) de maneras más o menos inesperadas. Uno de los pocos ídolos que me quedan es Dave Eggers, escritor norteamericano editor de dos revistas -Mc Sweeny´s y The Believer- e impulsor de proyectos de integración social a través de la lectura y la escritura en algunos de los peores barrios de las peores urbes norteamericanas. Huelga decir que mi admiración es (casi) completamente irracional: adoro The Believer (soy suscriptor), carezco del dominio necesario de inglés para leer Mc Sweeney´s, de sus libros sólo he leído este último y observo con fascinación cómo evoluciona su atrevida experiencia en plan héroe de película de Frank Capra. No hay realmente una razón de peso para incluírlo en la lista de las "diez personas objetivamente más admirables del mundo". Quizás por ello.
Hecha la salvedad diré que el libro narra la odisea de uno de los miles de Niños Perdidos sudaneses, la generación de nacidos en Sudán en los ochenta y noventa en plena guerra civil entre el norte y el sur (herencia del proceso descolonizador británico) y la cadena de desgracias que le llevan de una aldea arrasada a una marcha interminable por el desierto y la posterior peregrinación por varios campos de refugiados durante años para terminar trabajando en subempleos diversos en unos Estados Unidos capaces de acoger a varios cientos de ellos, pero incapaces de reparar -como si alguien pudiera- las heridas de una vida de sufrimiento extremo. La narración es vibrante, recogiendo con brillantez el relato oral de los hechos que el protagonista, Valentino Achak Deng, hizo a Dave Eggers a lo largo de casi un año, y el libro consigue otorgarle el punto exacto a todos los detalles terribles de la epopeya vital de Achak sin caer el error de obviarlos por desagradables ni en la tentación de darles un papel preeminente desviando con ello la atención del sentido global del relato. Muchas páginas son realmente conmovedoras, en otras, personajes posiblemente ficticios (no aparecen en la larguísima lista final de agradecimientos) nos detallan la historia de Sudán y el terrible embrollo de su guerra civil, y, en general, hay una frescura que te llega a hacer creer durante mucho tiempo que estás escuchando en primera persona al propio Achak desgranando los detalles de su infancia y adolescencia.
Sé que un libro tan bienintencionado como éste es presa fácil de cierta clase de crítica cínica, que la estructura del relato presenta algunos peros bastante evidentes (que no diré aquí), y que la distancia entre el papel que quiere jugar Eggers y la pose de un Bono o alguien similar es realmente pequeña, pero, aún así, es un libro que supera con creces la barrera imaginaria de la honestidad que le exigimos a los demás, y, sobre todo, no parece presentar otra intención que contar la historia tremenda de Achak para no perder el recuerdo de aquellos que, a diferencia de éste, simplemente se quedaron por el camino.