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un recibimiento
Ayer fui al aeropuerto a buscar a mis suegros, que venían de un pequeño viaje de una semana. La terminal de Peinador, descoyuntada por las obras, convertida en un cosa desagradable a lomos de la cual hay que subirse a los aviones, presentaba un lleno total. Cinco vuelos llegaban a la vez y otros tres estaban para salir. Como si hubieran dado el pistoletazo de salida a las rebajas aeronáuticas o algo así. Mientras esperaba delante de la puerta de llegadas realicé el típico análisis discreto de la gente que esperaba y de aquellos a los que iban saludando. Aparecieron un chico alto rapado al cero con perilla y su novia y un señor de cierta edad se echó en los brazos de él y lo abrazó con intensidad. La chica sonreía con timidez mientras el chico tenía la típica cara de "ésto va en serio?". El hombre mayor se secó una lágrima imaginaria. Llegaron dos tipos altos con trajes caros y aspecto de estar cuestionándose el porqué de haber llegado a Vigo. Nadie los esperaba y, por tanto, nos miraron a los que sí esperábamos a alguien con cierto resentimiento. Llegó un chico de unos dieciseis años y un grupo se abalanzó sobre él. Todos querían abrazarlo, en especial una mujer, que, tras tocarlo, lloraba desconsolada. Los abrazos duraron un buen rato. El chaval, con cara de circunstancias, sonreía a todos. Me cayó bien. Llegó un grupo de veinteañeros de esos que parecen hacer cola para los castings de factor-x u operación triunfo. Sonreían y miraban alrededor con aire divertido. Una pareja de mediana edad se acercó y ambos, marido y mujer, abrazaron con vigor a uno de ellos. El chico miraba para sus acompañantes. Sus sonrisas no eran maliciosas, ni siquiera irónicas, eran un especie de intercambio de pequeñas extrañezas. LLegó una pareja con un par de niños y hubo una leve avalancha humana. Otro intercambio apasionado de abrazos agotando todas las combinaciones posibles: primo-primo, tío-sobrino, hermano-hermana. Una eternidad. Finalmente llegaron mis suegros. Le dí la mano a él y dos besos a ella. Mientras acercábamos las maletas al automóvil me contaron que el avión se había retrasado por un incidente previo a la salida del que no tenía ni idea. El piloto les dio mil explicaciones un millón de veces. Acostumbrados a no tener nunca ni idea de lo que pasa cuando vuelan, tanta explicación les dio muy mala espina. Me dijeron que al llegar suspiraron de alivio. La gente que estaba a mi alrededor, en efecto, tenía cara de venir de un gigantesco suspiro colectivo.

(Mientras, en un aparte del aeropuerto, un grupo de gente despedía estruendosamente al nadador paralímpico Chano Rodríguez que se iba a China. Había una cámara de television y un periodista. Cada vez que hacían una toma, el grupo montaba un escándalo considerable. Estuvieron despidiéndolo una media hora, con ráfagas intermitentes de entusiasmo que sonaban raras entre las maletas perdidas y los abrazos algo exagerados.)

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