La proximidad de estos días de fiesta suaviza los ánimos de la mayoría de mis alumnos. El miércoles y el jueves las clases transcurren con una calma poco habitual. El viernes hacemos la fiesta tradicional de disfraces. Hago algo parecido las paces con la mayoría de aquellos con los que tengo un pulso soterrado, de esos en los que las manos se mantienen en tensión durante horas interminables, sólo que en este caso las horas son varios meses. Las noches del miércoles y del jueves duermo extrañamente bien, una novedad. El viernes me noto con el ánimo por encima de la media habitual. Digo tonterías y escucho comentarios de sorpresa "vaya, hoy estás de buen humor, hasta pareces simpático". Interpreto esa frase como lo más parecido a un elogio que escucharé en lo que queda de curso. El viernes hago fotos. Hago chistes y digo tonterías y me siento algo ridículo pero consigo vendar temporalmente la mirada que proyecto sobre mí mismo y me dejo llevar. El viernes me despego levemente de la rutina diaria y me sorprendo haciendo una lectura menos pesimista de lo habitual. El viernes como los pasteles que han hecho algunos de mis alumnos, dejo que me lean la mano -tendré dos hijos, me haré rico y viviré mucho: a veces me encanta la ciencia ficción-, echo unas partidas a un juego de boxeo con un eye toy, me hacen un antifaz rosa con flores blancas y lazos azules, me hago fotos con bomberos y superhéroes y brujas y vaqueros y harry potter y darth vader y al capone, y me despido de mis compañeros hasta el día 2. El viernes, sorprendentemente, está bien. Llego a casa y me digo, viva el carnaval y las fiestas que nunca celebro y los días en los que el mundo y la gente parecen ponerse de acuerdo brevemente.
El sábado por la tarde me voy a las rebajas con mis amigos, y aunque no me compro nada, sé reconocer cuando me pasan cosas buenas. Vivan las rebajas, pues.