Como discurso individualizador, la ética del trabajo cumple la función ideológica consagrada en el tiempo de racionalizar la explotación y legitimar la desigualdad. Que todo trabajo es un buen trabajo, que todo trabajo es igualmente deseable e inherentemente útil, es, como William Morris ya señaló, "una creencia conveniente para aquellos que viven del trabajo de los otros". Max Weber observa que la ética protestante también "legalizó la explotación de esta disposición para el trabajo al interpretar el enriquecimiento del empresario como una ˝profesión˝ [vocación]". Desde la perspectiva de la ética del trabajo los gobiernos parecen proteger el bienestar de la ciudadanía al defender su derecho al trabajo, mientras que los empresarios no están extrayendo tanto plusvalor sino que están satisfaciendo las necesidades concretas de trabajo de sus empleados. Así como la ética protestante le dio al empresario burgués "la seguridad tranquilizadora de que el reparto desigual de los bienes de este mundo es obra de la providencia divina" (Weber), la ética del trabajo ofrece en cualquier época una poderosa racionalidad de la desigualdad económica. Del mismo modo, que "las pocas ganas de trabajar son síntoma de que se carece del estado de gracia" (íbidem), hoy el estado de pobreza levanta sospechas morales y puede atribuirse a la falta de esfuerzo y de disciplina individual. Después de todo, "Dios" -hoy podríamos agregar el mercado- "ayuda a quienes se ayudan a sí mismos" (íbidem). Como discurso individualizador, la ética del trabajo evita que haya apoyo institucional para lo que se supone que es una responsabilidad individual y oscurece los procesos estructurales que limitan los campos de oportunidades.
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La ética del trabajo no solo aconseja cómo comportarse sino también quién ser; apunta no solo a la conciencia sino también a las energías y capacidades del cuerpo, y a los objetos y propósitos de sus deseos. El mandato de la ética no es simplemente inducir un conjunto de creencias o instigar una serie de actos sino también producir un yo [self] que continuamente se esfuerce hacia esas creencias y actos. Esto implica el cultivo de hábitos, la internalización de rutinas, la incitación de deseos y la adaptación de esperanzas, todo para garantizar la adecuación del sujeto a las demandas del tiempo de vida para el trabajo.
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Con tanto en juego y con tantas expectativas, no es de extrañar que el discurso ético del trabajo se esté convirtiendo en algo cada vez más abstracto para las realidades de muchos empleos. Dentro de un mercado laboral dual, encontramos nuevos modos de "trabajo sobrevalorado" en un extremo de la jerarquía laboral y de "trabajo desvalorizado" en el otro (Peterson). Hacer que el trabajo sea cada vez más flexible resulta en un incremento de las formas de trabajo a tiempo parcial, temporales, puntuales y precarias. En un extremo, como señalan Stanley Aronowitz y William DiFazio, "la cualidad y la cantidad de trabajo remunerado ya no justifican -si es que lo hiceron alguna vez- la afirmación subyacente que deriva de fuentes religiosas y que se ha convertido en la base de la teoría social y la política social contemporáneas: la visión de que el trabajo remunerado debe ser el núcleo de la identidad personal". En el otro extremo de la jerarquía laboral, se espera que la totalidad de la vida sea trabajo, colonizando y eclipsando lo que queda de lo social. Al mismo tiempo, la ética del trabajo se defiende con más insistencia, quizás incluso con desesperación. Como observa André Gorz, "el trabajo nunca ha tenido la función ˝irreemplazable˝ e ˝indispensable˝ como fuente de ˝vínculos sociales˝, ˝cohesión social˝, ˝integración˝, ˝socialización˝, ˝personalización˝, ˝identidad personal˝, y ˝sentido˝ que tan obsesivamente se ha invocado desde el día en que ya no pudo cumplir ninguna de esas funciones". Hoy nuevamente oímos que debilitar la ética del trabajo puede tener consecuencias potencialmente drásticas en otra generación cuyos miembros, se teme, no logren ser interpelados exitosamente. Dadas las inestabilidades internas de la ética del trabajo, podemos concluir que sus defensores y promotores tienen motivos por los que estar preocupados. Existe un nuevo tipo de potencial subversivo cuando tenemos actitudes que no son productivas, hay una insubordinación a la ética del trabajo, un escepticismo respecto a las virtudes de la autodisciplina en aras de la acumulación de capital, una falta de voluntad para cultivar una buena "actitud profesional" respecto al trabajo y se da un rechazo a subordinar toda la vida al trabajo. Una vez descritas sus funciones, mi tesis es que la ética del trabajo debería ser cuestionada, y que, debido a su falta de consistencia, puede ser cuestionada.
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A pesar del provocador tributo de Lafargue [en su libro "el derecho a la pereza" de 1880] a los méritos de la pereza, el rechazo del trabajo no es de hecho una repulsa de la actividad y la creatividad en general ni de la producción en particular. No es una renuncia de lo laboral tout court sino más bien un rechazo de la ideología del trabajo como la vocación y el deber moral más elevado, un rechazo de la ideología del trabajo como centro necesario de la vida social y como medio de acceso a los derechos y demandas de la ciudadanía, y un rechazo de la necesidad del control capitalista de la producción. Finalmente, es un rechazo del ascetimos de quienes -incluso en la izquierda- privilegian el trabajo sobre cualquier otro propósito, incluído el "consumo despreocupado". Sus objetivos inmediatos se presentan como una reducción del trabajo, tanto en términos de horas como de importancia social, y un reemplazo de las formas capitalistas de organización por nuevas formas de cooperación. No se trata solo de rechazar el trabajo explotado y alienado sino de rechazar "el trabajo en sí mismo como principio de realidad y racionalidad" (Baudrillard, 1975). En este sentido, "el trabajo que se libera es el que se libera del trabajo" (Negri, 1991). En vez de concebir estrechamente el rechazo del trabajo como un conjunto específico de acciones -como huelgas o desaceleraciones de producción, demandas por la reducción de la jornada, oportunidades más amplias de participación, o como un movimiento por unas condiciones mejores o distintas para el trabajo reproductivo- quiero sugerir, en una frase, que como mejor se entiende el rechazo del trabajo es en términos muy amplios como manera de designar un movimiento político y cultural general, o mejor aún, como un modo potencial de vida que desafía al modo de vida que hoy se define por el trabajo y se subordina a este.
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El rechazo del trabajo puede ser desglosado analíticamente -si no en la práctica- en dos procesos, uno que es esencialmente crítico en su totalidad y otro que es fundamentalmente reconstructivo en sus objetivos. El primero de ellos, el proceso negativo, es el que más facilmente se transmite con la palabra "rechazo" e incluye la crítica y la rebelión contra el actual sistema de trabajo y sus valores. Si el sistema de trabajo asalariado es un mecanismo cultural e institucional crucial mediante el cual nos vinculamos con el modo de producción, entonces el rechazo del trabajo plantea un desafío potencialmente sustancial a este aparato de mayor alcance. Pero el rechazo del trabajo, como activismo y como análisis, no se plantea simplemente contra la organización actual del trabajo; también debería entenderse como una práctica creativa que busca reapropiarse y reconfigurar las formas existentes de producción y reproducción (Vercellone, 1996). Estas son las dos caras de la naturaleza especial del rechazo al trabajo en las que insiste Negri. La palabra "rechazo" quizás es poco afortunada en el sentido de que no refleja inmediatamente el elemento constructivo que resulta tan central en el pensamiento autónomo [se refiere a la autonomía italiana]. Negri describe el rechazo del trabajo a la vez como una lucha contra la organización capitalista del trabajo y como un proceso de autovaloración, una forma de "poder de invención". Más que un objetivo en sí mismo, "el rechazo del trabajo y de la autoridad, o realmente el rechazo de la servidumbre voluntaria, es el comienzo de la política de liberación" (Hardt y Negri)
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El rechazo del trabajo en su sentido más amplio tiene el potencial de generar algunas perspectivas críticas y agendas prácticas oportunas. En particular, propone un desafío a los valores del trabajo que siguen sustentando nuestro consentimiento al actual sistema. Por citar la formulación de Baudrillard, el problema no solo es que el trabajador o trabajadora "sea cuantitativamente explotado como fuerza productiva por el sistema de la economía política capitalista sino que también está metafísicamente sobredeterminado como productor por el código de la economía política" (1975). La glorificación del trabajo como un empeño prototípicamente humano, como la clave tanto para la pertenencia social como para el logro individual, constituye la base ideológica fundamental del capitalismo contemporáneo: este fue construido sobre la base de esta ética, que sigue sirviendo a los intereses del sistema y a la racionalización de sus consecuencias. La fuerza contemporánea de este código, con su esencialismo y moralismo del trabajo, no debería subestimarse. Como Baudrillard defiende y quedó argumentado en el capítulo anterior "aquí es donde el sistema racionaliza su poder". En mi opinión, la metafísica y el moralismo del trabajo requieren un desafío más directo del que son capaces de plantear la crítica de la alienación y la ética humanista del trabajo. La lucha por la mejora de la calidad del trabajo debe ir acompañada de un intento de reducir su cantidad. En este contexto, la insistencia del rechazo del trabajo en una crítica más profunda y una ruptura más radical con los valores laborales existentes nos ofrece una perspectiva particularmente valiosa. Si la disposición es activa, el rechazo del trabajo -entendido como repulsa del trabajo como centro de la existencia social, deber moral, esencia ontológica y entendido como una práctica de "insubordinación a la ética del trabajo" (Berardi, 1980)- nos puede hablar enérgica e incisivamente de nuestra situación actual.
Qué es lo que esto puede ofrecer específicamente al feminismo se abordará en los dos próximos capítulos. Como prefacio de estas discusiones, propongo dos breves observaciones. La primera es que los desafíos que el rechazo del trabajo plantea en la actualidad son al menos tan relevantes para las realidades del trabajo como para las preocupaciones y agendas feministas. Los llamamientos feministas de un mejor trabajo para las mujeres, tan importantes como han sido, en su conjunto han dado como resultado más trabajo para las mujeres. Más allá de la intensificación de muchas formas de trabajo asalariado antes mencionadas, también han aumentado las cargas de trabajo doméstico y de cuidados no asalariados, tanto por la presión de la reestructuración neoliberal como por la doble jornada, y debido al modelo cada vez más dominante de crianza intensiva (que se presenta como imprescindible para desarrollar las capacidades comunicativas, cognitivas y creativas cada vez más necesarias para reproducir -si no elevar- el estatus de clase de una nueva generación de trabajadoras; véase Hays, 1996). Dado que la institución de la familia -en la que se ha basado y sostenido la privatización del trabajo reproductivo- claramente no puede asumir tanta responsabilidad en la crianza, en el cuidado de las personas mayores, de la enfermedad y la discapacidad, el rechazo de la actual organización del trabajo reproductivo podría tener mucho que decir al feminismo contemporáneo.
Sin embargo, mi segunda observación es que extender el rechazo del trabajo a las estructuras y la ética del trabajo reproductivo es un empeño mucho más complicado. Si bien es necesario explorar lo que puede significar rechazar el trabajo doméstico no asalariado, está claro que esto iría más allá de la reivindicación de que éste debe ser valorado de otra forma respecto del trabajo asalariado, sea más o menos de lo que es ahora. De hecho, extender el rechazo del trabajo al campo del trabajo doméstico no asalariado rebaja algunas de las posiciones críticas tradicionales del feminismo: la crítica de las expectativas normativas de domesticidad de las mujeres desde el punto de vista de los beneficios y las virtudes del trabajo asalariado, y la crítica del despiadado mundo del trabajador explotado desde la perspectiva de la ética de cuidado cultivado en lo doméstico o de la producción artesana no alienada, Más que criticar el trabajo desde la familia o la familia desde el trabajo, esta versión feminista del rechazo al trabajo abarca ambos lugares y ambos objetos de rechazo. Este proyecto más amplio de rechazo plantea desafíos tanto para la crítica contra el trabajo como para la imaginación más allá del trabajo. La crítica feminista contra el trabajo necesitaría conseguir varias cosas a la vez: reconocer el trabajo doméstico no asalariado como trabajo socialmente necesario, contestar a su distribución desigual (el hecho de que el género, la raza, la clase y la nación afecta a quien trabaja más o menos), y al mismo tiempo, insistir en que una valoración más alta y una distribución más equitativa no son suficientes, la organización del trabajo reproductivo no asalariado y su relación con el trabajo asalariado deben repensarse por completo. Para la imaginación feminista más allá del trabajo, emerge la siguiente pregunta: si rechazamos tanto la institución del trabajo asalariado como el modelo de la familia privatizada como las estructuras centrales de la organización de la producción y la reproducción, ¿qué querríamos en su lugar?
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El rechazo del trabajo doméstico implica no solo el rechazo a su actual organización y distribución junto a su moralización sino también el rechazo de las dos alternativas más comunes al modelo de reproducción basado en la familia: primero, la mercantilización del trabajo doméstico, como un tipo diferente de privatización que continúa sirviendo como la solución por defecto del feminismo liberal dominante; y segundo, su socialización en lo público, esto es, que el trabajo doméstico se financie mediante servicios del Estado, como el cuidado infantil, lavanderías públicas y cantinas o comedores comunales como proponían algunas feministas radicales y socialistas (por ejemplo, véase Benston, 1995). Es decir, las feministas en el movimiento del salario por el trabajo doméstico rechazaron no solo las soluciones capitalistas sino también las socialistas que en ese momento defendían otras feministas. La campaña por un salario para el trabajo doméstico extendió la crítica marxista autónoma de la producción socialista -una visión que consideraban nada más que la sustitución del control privado por el control estatal sobre la misma estructura de producción- al campo de la reproducción. El socialismo se entendía como un programa destinado a racionalizar la producción en la fábrica social, para perfeccionar más que para transformar la sociedad del trabajo. Por supuesto, la crítica a los sevicios públicos como forma de apoyo al trabajo doméstico no era nueva en ese momento ni lo es ahora. Pero esta crítica no evocaba el fantasma de unas ciraturas huérfanas que provocan incendios en guarderías públicas, sino que más bien trataba de avanzar el argumento de que hacer públicos estos servicios no cambiaría realmente las cosas. Junto con otros autónomos, estas feministas vieron el socialismo como un proyecto más de gestión que revolucionario; en este caso, más como algo que apuntalaba el cuidado basado en la familia y que permitía que un creciente número de mujeres realizase un trabajo asalariado en vez de esforzarse por cambiar el actual régimen de cooperación productiva centrado en el empleado asalariado y la familia. Ellas no dejaron de incluir en su lista de demandas la prestación de diversos servicios estatales, incluido el cuidado infantil, pero estas fueron tratadas como reformas necesarias más que como demandas radicales que apuntaban en dirección a algo distinto. Estaban más interesadas en otro tipo de demandas: demandas de tiempo y dinero. Escribe Dalla Costa: "Queremos también comedores y guarderías, y lavadoras, y lavaplatos, pero también queremos opciones: comer en privado con poca gente cuando queramos, tener tiempo para la crianza, para estar con las personas mayores con los enfermos, cuando y donde elijamos". Tener opciones requiere tener tiempo, y, "˝tener tiempo˝ implica trabajar menos" (Dalla Costa y James, 1973). Al permitir que las mujeres eviten la doble jornada en el trabajo asalariado, el salario por el trabajo doméstico podría comprar una parte de ese tiempo.
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No es simplemente que los trabajos productivo y reproductivo se superpongan cada vez más y la distinción entre lo que cada trabajo crea -ya sean mercancías o socialidades- sea más difícil de ver, sino que también es más complicado discernir las fronteras de cada actividad y quiénes realizan cada una de ellas. Por ejemplo, en una economía basada en los conocimientos acumulados -científicos, tecnológicos, informativos y comunicativos- de lo que Marx denomino en una ocasión general intellect [inteligencia compartida], los cirtcuitos de producción de valor se pueden extender cada vez más a través del espacio social y del tiempo histórico. Tal y como lo explica Paolo Virno, "la cooperación productiva en la que participa la fuerza de trabajo es siempre más amplia y rica que la pone en juego el proceso de trabajo". El trabajo de reproducir la fuerza detrabajo que requiere este sistema de producción está igualment disperso. Incluso cuando el trabajo reproductivo se concibe de maera estrecha como trabajo de crianza, es difícil limitarlo al espacio del hogar. Aunque podamos imaginarnos que la relación entre progenitores e hijos es una relación privada en el contexto de un modelo familiar donde madres y padres crían a "sus" hijos, está claro que en la medida en que se espera que con el tiempo dichos niños asuman su lugar como productores y consumidores, son también "bienes públicos". Lógicamente hoy en día es aún más difícil imaginar que se restrinja a los progenitores individuales el trabajo de producir trabajadores y consumidores con las orientaciones actitudinales, capacidades afectivas y habilidades comunicativas que requiere la producción y el consumo posindustrial. Los sujetos productivos se reproducen tanto dentro como fuera de la relación salarial, tanto dentro como fuera de la familia. Cuando la noción de reproducción se expande y abarca a la reproducción de las socialidades necesarias para la producción, la distinción entre producción y reproudcción se vuelve aún más amorfa. En una economía cada vez más basada en los servicios y la comunicación, lo que Dalla Costa llama "la comunidad" -lo exterior a la fábrica, que incluye los hogares- resulta todavía más esencial para la reproducción de la fuerza de trabajo. El punto es que en la economía actual, tanto el trabajo productivo como el trabajo reproductivo son difíciles de limitar a un conjunto identificable de trabajadores, y mucho menos a identidades tan específicas como los proletarios o las amas de casa.
Como nos indica el análisis de la fábrica social del movimiento por un salario para el trabajo doméstico, el tiempo de producción continúa mucho más allá de la jornada laboral formal, el espacio de la producción va más allá del espacio de trabajo en concreto y las relaciones de producción se extienden más allá de la relación específica de empleo. En lo que quiero hacer énfasis es que en el cambio del fordismo al posfordismo, estas tendencias se han multiplicado y amplificado, o al menos se han hecho más obvias. Como consecuencia, aunque los términos actuales de la sociedad del trabajo aún requieren trabajo, estas diferencias se vuelven cada vez más oscuras ya que una misma tarea podría ser una actividad asalariada o no asalariada. Como Virno dice acertadamente, la diferencia entre trabajo y no-trabajo parece asemejarse a la distinción más arbitraria entre "vida remunerada y vida no remunerada".
La perspectiva del salario para el trabajo doméstico sobre la fábrica social desmitificó el trabajo y la familia al cruzar algunos de los discursos económico-políticos, éticos y de género que subyacen a ambas esferas; también promovió un mapeo cognitivo de las relaciones entre los distintos sectores del trabajo. La demanda de renta básica tiene el potencial de conseguir algo parecido aunque pasando el enfoque de sus análisis de la fábrica social fordista a la posfordista. Aunque su pedagogía se inscribe de un modo menos nítido en el lenguaje de la demanda que el eslogan "salario para el trabajo doméstico", asumir la demanda de renta básica presupone un análisis de la economía política del sistema salarial contemporáneo que lleva a alterar nuestros razonamientos habituales. En vez de señalar el hecho de que algunas trabajadoras -concretamente las que desempeñan el trabajo doméstico no asalariado- no están debidamente incluidas en el sistema salarial, la renta básica apunta hacia una determinación aún menos precisa de quienes están o no incluidos. Esta demanda amplía la idea, que tenía la perspectiva de un salario para el trabajo doméstico, de que el ingreso de un individuo depende de una red de trabajo social y cooperación más amplia que la relación salarial individual (véase Robeyns, 2001). Mientras que un salario para el trabajo doméstico pretendía mostrar la dependencia del trabajo asalariado de las relaciones de reproducción basadas en el hogar, la renta básica entraña, como observan Alisa McKay y Jo Vanevery, "un reconocimiento implícito de que todos los ciudadanos contribuyen a la sociedad de formas muy variadas, incluyendo aquellas contribuciones que pueden tener o no un valor monetario o incluso ser medibles". La demanda de un salario para el trabajo doméstico trataba de mostrar algunas de las insuficiencias de la relación entre trabajo e ingreso al imaginar lo que podría implicar el hecho de reparar el sistema salarial; la renta básica propone romper el vínculo entre trabajo e ingreso visibilizando la arbitrariedad de las prácticas que se salarizan y las que no.
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