Por recomendación de Vendell, tras la lectura de hombre lento y ávido de nuevas lecturas coetzeeianas, me autoregalo su, hasta la fecha, último libro publicado. Como si fuera una continuación del anterior, el escenario central de la narración vuelve a ser casi el mismo: un escritor octogenario (en hombre lento, un fotógrafo), una mujer joven que entra en su vida, las reflexiones consiguientes sobre la vejez, el deseo, la vida que se ha dejado atrás, las cosas que se han dejado de hacer, el resultado de llevar una existencia entregado a la escritura, la sensación de no entender el mundo ni los nuevos usos en las relaciones entre las persona. La diferencia entre ambas obras está básicamente en la estructura que sigue en esta ocasión el escritor sudafricano. Bajo el pretexto de un libro de ensayos que le ha sido encargado por una editorial alemana, C. -así aparece nombrado- divide cada página en tres partes. Una para el texto de turno (signo de los tiempos: hay opiniones sobre el terrorismo, la política internacional, la guerra de Irak, el criquet, el estado o la religión), otra para el narrador en primera persona y una tercera que queda reservada para la voz de la mujer que ha contratado como su mecanógrafa. La voz del narrador y la de la mujer (y de paso la del amante de ésta, logradísimo contrapunto ideológico/vital del narrador) se entrecruzan dando versiones diferentes de sucesos similares, dotando de una consistencia considerable a las anécdotas irrisorias que cuentan. Sobre ambas voces, actuando como paisaje de fondo, las reflexiones del escritor, ligadas a veces de manera irónica a lo que cuentan los personajes, otras de forma directa, o incluso casi como burla a lo que les está ocurriendo. Todo el conjunto, escrito con un estilo limpio y preciso, impúdico hasta extremos realmente divertidos -la mujer que habla de C. como un viejo verde que sólo la ha contratado para tener fantasías sexuales sobre ella, C. que se debate entre confesarle su pasión de octogenario o no hacerlo, el amante, que lo desprecia por su edad, por su anclaje moral a las costumbres de otra época-, constituye otro prodigio de lucidez y amargura. Las reflexiones iniciales de C. sobre política y sociedad son agudas, penetrantes, la visión de alguien que ha captado con inteligencia la estructura del entramado social en el que está inmerso. Las finales, sugeridas por la mujer que ha contratado a su servicio, miran hacia dentro y hacia atrás, hacia la persona que reflexiona, hacia el escritor que ha dedicado toda su vida a escribir y que se encuentra preguntándose "¿ha merecido la pena esta vida?". Moderadamente dolorido, con el punto justo de acidez y con el espanto ante los momentos finales de la vida que debe empezar a encarar, diario de un mal año, me ha parecido un libro magnífico, de los que consiguen que te quedes dentro de ellos tratando de responder a los afligidos interrogantes que plantea sin conseguirlo.
Jamás he sentido con mucha intensidad los goces de la posesión. Me resulta difícil considerarme propietario de nada. Pero tiendo a adoptar el papel de guardián y protector de aquello que no es querido ni se hace querer, de lo que otras personas desdeñan o rechazan: perros viejos con malas pulgas, muebles viejos que se han mantenido tenazmente íntegros, automóviles al borde del colapso. Es un papel al que me resisto; pero de vez en cuando la muda llamada de lo no querido derrota mis defensas.
Un prefacio para un relato que jamás escribiré.
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