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incendios
estas noches calurosas de julio me traen siempre a la memoria otras de hace ya un buen puñado de años; recuerdo en mi infancia tardía, los primeros ochenta, que pasando el verano en el pueblo de mi madre, en la falda del monte castrove, no pasaba un solo año sin que la inmensa superficie de éste se incendiara de manera brutal al menos dos o tres veces cada verano; empezaba siempre de la misma manera: un intenso olor a madera quemada potenciado por el calor de los días, y, de pronto, sobre la ladera del castrove, un ejército de luces siguiendo líneas invisibles que de pronto se pusieran al rojo, atravesando toda la extensión boscosa de lado a lado; recuerdo noches interminables mirando fascinado aquel baile de puntos, aquellas trayectorías flamígeras que aparecían y desaparecían de manera misteriosa mientras el aire traía el olor vigorizante de la ceniza, la sensación turbadora de la madera quemada que invoca en la cabeza de uno el fuego del hogar y también el peligro de las llamas descontroladas;

mi abuelo, que entonces era guardabosques, salía en aquellas ocasiones en mitad de la noche a enfrentarse a lo que en mi imaginación venía siendo una especie de desafío heroico; en los años setenta -por lo que me ha contado mi madre- lo hacía a caballo, pero en la época de la que hablo creo que iba en uno de aquellos míticos land rover que tanto nos fascinaban a los niños de entonces; en esa turbamulta de recuerdos imaginados e inventados siempre lo veo subido a caballo, en mitad de una noche negrísima, rodeado de llamas por todas partes, dirigiendo la extinción del fuego, rodeado por un ejército de sombras, volviendo a casa cuando las luces del castrove se apagaban, envuelto en ceniza, cansado y satisfecho; lo curioso es que, en algún momento, creo que a principios de los noventa, como por arte de magia, el castrove dejó de arder todos los veranos, y, cuando lo hacía, nunca volvieron a ser aquellas colosales filas de llamas que parecían descender con vida propia por sus laderas;

de todas maneras, yo también dejé de ir en verano a la aldea de mi madre; como los incendios, también se apagó algo; mi abuelo, tras algunos problemas de salud, vive hoy día casi recluido en su casa, indiferente al mundo y a casi todo; lástima, porque algunas veces he tenido la tentación de preguntarle por aquellos días en los que salía en mitad de las noches de verano a enfrentarse a aquellos terribles incendios

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