entre los días
El jueves pasado estuve en Santiago en una conferencia de Ernesto Laclau. Éramos unos veinte en una especie de biblioteca para seminarios. Una mesa ovalada gigante de esas en plan mesa de negociación. Yo estaba un poco acojonado, a mi edad, y me senté en lo más parecido a una segunda fila que encontré. La sensación de sentirme como un farsante siempre en estas circunstancias. Laclau leyó dignamente el texto de su charla -"articulación y los límites de la metáfora"- durante casi dos horas. Me fascinó el ambiente. El silencio. Estanterías llenas de libros desde el suelo hasta el techo del segundo piso abierto. La voz de Laclau pasando del análisis de la metáfora y la metonimia en Proust a la articulación de los discursos políticos. Como acostumbro, sentí la fascinación ante la figura del sabio, el asombro ante el sedimento de una vida dedicada al oficio de pensar. Se me iba la cabeza al libro de Coetzee. ¿Estará satisfecho Laclau de su vida? ¿le habrá merecido la pena? ¿buscará secretarias atractivas para fantasear con ellas entre reflexión y reflexión? Antes de empezar el turno de preguntas hubo un café acompañado de plumcake. Mientras observaba el Santiago que queda detrás del pazo de Raxoi, me éntregué al ejercicio de la duda, me quedo al turno de preguntas, sí, no, sí, no, no, no. Tras el recuento de síes y noes hice una llamada y decidí irme. Los turnos éstos deberían llamarse "intentos lamentables de lucimiento personal destinados a agotar la paciencia del conferenciante". En la autopista, miles de furgonetas enloquecidas me adelantaban a velocidades absurdas. Me asusté un par de veces sin motivo. Todavía tenía en la boca el sabor del café al llegar a casa. Todas las vidas que no son la mía me parecen, como mínimo, algo menos aburridas.