el pasado martes leí un artículo en el país que me dejó impresionado: un neurólogo hablaba de las diversas patologías inducidas de nuestra sociedad contemporánea, y, tras las ya famosas anorexia, bulimia, vigorexia, ortorexia, etc., comentaba un nuevo término: la
potomanía (pensé en un alumno del cole con el que subía en el bus hace un par de años, ecuatoriano adoptado al que su madre indígena cambió por dos gallinas entre otras gracias, que siempre les decía a las niñas: ¿quereis verme el poto? y les enseñaba el culo); este trastorno alimentario consiste en la ingesta continuada de agua, principalmente con la intención de perder peso, y, sorprendentemente, puede provocar la muerte (creo que se llama coma electrolítico: al orinar se eliminan sales minerales como el sodio o el potasio, cuya concentración en sangre es básica para mantener en marcha gran cantidad de procesos fundamentales)...¡lo increíble es que alguien decida perder peso a base de estar meando todo el día! joder, pero qué tiene que estar pasando por la cabeza de alguien para llegar a semejante situación...
ayer encontré unos diskettes del año 98 en los que recogía las impresiones de mis primeros días dando clase en el cole en el que estoy actualmente...¿eso soy yo? me temo:
25-IX-1998
sobre el cielo una cabalgata de nubes salpica la tierra de sombras en movimiento, y el rumor del viento alrededor del edificio transforma la soledad de la construcción en un territorio de refugio en el que ocultarse de la penumbra de fuera. El aula está vacía y se oye el zumbido del ordenador entre luces azules que salpican la pared de la habitación. No hace frío. Es Otoño y sentirse triste parece casi una obligación entre el griterío de los niños que juegan en los charcos de lluvia y se persiguen interminablemente por el patio. Es Otoño y me siento triste, como de costumbre, de una manera vaga y desenfocada, como sintiendo nostalgia de una tristeza verdadera, nostalgia de otra época que, desde estos años que han pasado parece más auténtica, o, peor, menos falsa que la presente. Me siento desmoronándome y sé que es algo inevitable, pero, como decía Goethe “la muerte es lo imposible hecho realidad”, y yo añadiría que el tiempo es lo posible pero vuelto irreal, pues la veracidad de su transcurso es difusa, está velada, siempre a punto de ser alcanzada, pero escurriéndose constantemente; él, la causa verdadera de nuestros dolores, nunca se deja atrapar.
29-IX-1998
está lloviendo tanto que todo está empapado. El agua aparece por el suelo, las paredes, las mochilas, las mesas, las caras y el pelo de los niños. Todo tan lavado. Caen gotas inmensas sobre las ventanas de la clase que se deslizan con lentitud, recreándose en su caída. Es dulce y melancólico verlas describiendo esas curvas acuáticas, esos hilos invisibles que maquillan los ventanales con tanta delicadeza. No hace frío y es gracioso ver a la gente en camiseta, por el patio, bajo una cortina de agua inacabable. Ellos juegan al fútbol en charcos inmensos y las niñas pasan corriendo por delante, pasajeras borrosas de un tren adolescente que chilla y ríe sobre el suelo del patio. La mañana se termina con rapidez. Se acerca la hora de la comida bajo la luz intermitente de un tubo fluorescente que vacila continuamente. Entra algo de aire húmedo por la puerta. Muy al fondo, el rumor de los coches sobre la carretera mojada, el ruido de fondo como algo muy leve, pequeños objetos en movimiento sobre una piel resbaladiza y tenue.
1-X-1998
el cansancio de los días parece a punto de estallar los jueves; el fin de semana se intuye como algo cercano, los ánimos exaltados de las postrimerías de la semana comienzan a tomar las horas de clase. Estoy cansado. Los adolescentes tienen un motor que no se detiene, un tipo de movimiento que parece inagotable, una capacidad para no parar quietos que me desborda. A veces me veo desde su sitio: un pelele sin autoridad, un juguete en la marea de sus voces, un histérico al borde del ataque de nervios entre sonrisas desdeñosas y comentarios sarcásticos. Un patán a la deriva hablando de cosas que no les interesan en absoluto, un perro guardián con dentadura postiza, un policía que no sabe cuál es la autoridad superior a él, caso de que la hubiese.
Me siento cansado pero no desdichado ni aburrido ni harto. En el fondo estar buena parte del día entre ellos recupera algo de mí que creía desaparecido, algo innombrable que tiene que ver con el límite de la inocencia y la ingenuidad, algo que revolotea sobre los recuerdos más intensos que poseo, aquellos relacionados con la intuición de que el futuro y todas sus posibilidades estaban a mi alcance. Desde la perspectiva del hoy, me veo traidor a un mí mismo adolescente que se sentía permanentemente inquieto y angustiado. Desde ese lugar me veo ahora paralítico mentalmente, aislado e insociable, en la vía muerta de una especie de acomodación en un puñado de cosas mínimas, banales, irrelevantes que son lo único que poseo.
Tras tantos años de despiste, por fin he encarrilado el trayecto que lleva directamente al vacío, y en ello estoy, sordo y ciego al mundo, a la gente, ensimismado en el propio proceso de decadencia. Buen viaje.
8-X-1998
¿otra vez es jueves? las semanas se deshacen con una rapidez asombrosa, hilos de agua en los canales de la memoria; hace buen día, el sol del otoño nos acaricia con suavidad afuera, en el patio, sentados perezosamente viendo transcurrir los minutos del recreo, y la luz de las mañanas es delicada y tiene una vibración especial que vuelve irreales algunas cosas: sombras, figuras, siluetas, paisajes...es la luz ideal para dejar vagar los pensamientos, la mirada perdida mientras tanto, entre el barullo de los niños, y la inmensa soledad que este patio parece desprender sin que sepa bien porqué. Tengo algo de sueño, quizá sea mi pequeña dosis de pereza necesaria para sentirme a gusto a lo largo del día. Todos sabemos que no es esto, me temo, lo que quiero, pese a ser de lo mejor que me puede haber sucedido. El día es como todos los días, cuando acaba de empezar ya me da la impresión de su agotamiento venidero a través de señales perfectamente situadas. Un espanto.
16-X-1998
Niebla. Niebla suficiente para perderse uno mismo de vista. Las siluetas fantasmagóricas de los niños vagan por el patio, como si estuviesen a punto de perder sus propios contornos para difuminarse entre el fondo que los envuelve. Jirones de niebla entre los pinos. Los edificios parecen lugares amenazantes entre la luz difusa de la primera hora de la mañana y el aura espectral de la niebla que los envuelve. Hay un semisilencio que parece provenir de voces amortiguadas por estas nubes de baja altura. Los sonidos, como ahogados por la humedad, parecen viajar con más cautela, volviéndose diminutas vibraciones, pequeñas oscilaciones en este magma silencioso de nubes, en este puré de gotas de agua que han inundado a media altura cada rincón del colegio. Escucho la música de la clase de abajo, trozos del “fantasma de la ópera” que resuenan por el edificio y que añadidos al escenario gris plomizo del exterior conjugan un estado de ánimo quebradizo y pesado al mismo tiempo, una tristeza que se arrastrase con dificultad por las horas del día, no la melancolía algo ligera de otras veces que aflora súbitamente y tras unos instantes se esfuma dejando un regusto algo amargo en el corazón. La niebla, “el fantasma de la ópera”, el silencio de este día somnoliento...qué sencillo es estar un poco más triste de lo debido cuando el paisaje parece reflejar y amplificar la propia experiencia del estar vivo.
joder, ¡vaya coñazo! menos mal que el 16 del 10 me aburrí y dejé de escribirlo!!! (sé lo que está pensando alguno: acababa de leer las obras completas de Gala con prólogo de Sánchez Dragó: no diré que no)