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la opinión como forma de impotencia
A veces algunas personas me dicen que no tengo sangre. Es una acusación recurrente, bien en su forma cruda, bien mediante variantes que tratan de ser más corteses pero igual de dolorosas. No tener sangre equivale a no tener carácter. A ser un cobarde que elude el enfrentamiento. A ser, según las condiciones, dueño de una opinión o de otra. A ser, en fin, la clase de persona que sólo sabe relacionarse con los demás dentro de los precarios límites del buen rollo. Muchas veces me he preguntado donde están las claves que hacen que alguien pase de no tener sangre a estar sobrado de ella. Cuáles son las situaciones que obligan a marcar la diferencia, a dar el salto de la actitud complaciente que, como mucho, juega con la ironía o el sarcasmo para eludir cobardemente el enfrentamiento, a la actitud combativa de defender la opinión propia, a encarnarse en ella más concretamente y pelearla llegando a donde haga falta.

Mi respuesta a esta pregunta al principio recurría a los manidos factores psicologizantes. Una infancia satisfactoria. Una adolescencia absurdamente retraída o antisocial. Una juventud desconcertada. Esas cosas. Sin embargo, los trozos, al ser unidos, no daban cuenta de toda la imagen. La parte faltante es, claramente, sociológica, o, mejor, también política, e incluso, educacional.

Cuanto mayor me hago más evidente me parece que mi generación, salvando honrosas excepciones, es víctima y cómplice simultáneamente de los planes de educación de la generación anterior (la ley educativa de 1970) y de la cosmovisión que resultaba dominante en el último tramo del franquismo. Es víctima por haber mamado dos ideas que saturaban el ambiente: 1)aquí no ha pasado nada los últimos cuarenta años y 2)somos un país católico, así que respetemos tres cosas: la patria, la familia y la autoridad. Pese a la rebelión de corte intelectual o al enfrentamiento racional de cada uno con toda esa herencia ideológica, lo cierto es que alguien ha hecho realmente bien su trabajo. Mi generación, la que vivió su infancia entre los años setenta y ochenta, es un fiel reflejo en lo que se refiere a la vida pública de esa forma de vida. Hemos interiorizado que nuestro sistema político es el menos malo de los posibles hasta el punto de obviar "lo político". Hemos interiorizado que el modelo de nuestros padres pareja-trabajo-casa-familia no está tan mal, aunque cada cual haya hecho pequeños reajustes privados. Y finalmente, en cuestiones realmente graves como debería ser el entregarse a la recuperación de un idioma -el gallego, claro- sometido a un brutal proceso de liquidación desde la infancia de nuestros padres, hemos sido cómplices por omisión, por no querer complicarnos la vida. Somos los hijos perfectos del franquismo. La generación domesticada por completo. Los conservadores totalmente cínicos que en privado se creen mejores que sus padres. Los pequeños burgueses que aspiran a las soluciones individuales y que se consideran las honrosas excepciones a todas las normas. Somos unos mierdas y hemos encontrado en internet y los blogs y las redes sociales el mundo indoloro, incoloro, e irreal adecuado a nuestra falta de sangre y a nuestra incapacidad para tratar de articular la realidad entrando en conflicto con los que no están de acuerdo con nosotros. Opinamos porque no queremos pringarnos con lo real. Escribimos en blogs con nicks gilipollas porque no nos atrevemos a liarnos en combates dialécticos en los que se nos vaya algo. Hemos renunciado y creemos que no. Quiero creer que hay una salida honrosa.

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