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efectos secundarios del verano
Ahora que los atardeceres comienzan a insinuar con leves corrientes de aire fresco la inminencia del principio del fin del verano, soy consciente de cómo año tras año, la percepción de estos dos meses reduce su intensidad temporal y emocional.

Hubo una época -cercana- en la que el verano abría una brecha en el año por la que uno podía colar un buen puñado de ideas alocadas o de proyectos absurdos. El número justo para llegar a septiembre con la sensación de ser un cohete a punto de despegar hacia las profundidades de algún espacio imaginario. Sin embargo, embarcado en el tiempo ligeramente estancado de la mediana edad, descubro con cierto terror como los veranos se van pareciendo de manera peligrosa al resto de las estaciones. Las ideas locas han ido desapareciendo y ya sólo tengo pistas débiles sobre su paradero. Los proyectos imposibles se han muerto de aburrimiento. Las ganas de salir despedido hacia un afuera que es ya claramente un límite imposible se han ido extinguiendo, y ni siquiera la melancolía de otros tiempos -en su momento portadora de cierta energía, como las brasas de un incendio que súbitamente prenden gracias a un chorro de aire- me empuja de esa manera extraña que tiene a veces el malestar de funcionar sobre nosotros.

Sin embargo, hace unos días, se me ha propuesto -de manera muy generosa- participar en una pequeña aventura cuasicolectiva. Hace diez años me hubiera dado un ataque de fiebre que me habría impedido dormir durante semanas de la emoción. Hace cinco habría entrado en erupción controlada, preparándome mentalmente para una lucha incierta que me tendría de los nervios durante una temporada. Hoy día, sonrío de lado y me empujo a creer que sí, que todavía conservo un resto de ese algo que lleva a la gente a ir un poco más allá de su estado presente, y que lo que haga no va a ser un inútil regar las plantas resecas de mi ánimo. Así ando, haciéndome preguntas absurdas para las que sólo tengo respuestas idiotas.

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