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paul hornschemeier, madre, vuelve a casa




Thomas tiene siete años. Cuando su madre muere asiste al lento pero imparable proceso de descomposición emocional de su padre, Steve, un reputado lógico que, de pronto, debe hacer frente al sinsentido más absoluto. Toda la historia se narra con una frialdad algo extraña. La paleta de colores que emplea el autor, pálidos, sin vida, que convierten las páginas en algo parecido a telas decoloradas por muchos lavados, acentúa la sensación de distancia. Nadie grita, nadie llora, nadie monta escenas. No hay concesiones a los gestos melodrámaticos. El padre, retratado en un estado de inmovilidad reflejo del caos interior que lo paraliza por completo, va dejando la realidad suave pero tenazmente mientras Thomas, entregado a conservar la memoria de su madre, se esfuerza por volver a trazar el mapa de su propia normalidad. Hay algunos personajes secundarios que vemos también como de lejos, como líneas tangentes al círculo inmenso que forman las soledades de padre e hijo. La contentión narrativa, desarrollada en una meticulosa planificación de cada página (que, inevitablemente, recuerda a chris ware), la asepsia emocional que se desprende de sus parcos diálogos, la eliminación de cualquier gesto superfluo, crean una atmósfera doliente en la que el dramatismo se adivina en todo lo que se obvia, en la que el sufrimiento, a base de no ser expresado produce una tensión absoluta que se resuelve con una escalofriante brillantez en sus últimas páginas. Con la precisión matemática de un cirujano del alma, Hornschemeier hunde su bisturí en conceptos como la pérdida, la soledad o la locura, aunque su incisión está muy lejos de proporcionar cualquier clase de aproximación a una cura. Más bien, todo lo contrario.



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