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irrealidad
Algunos días me despisto un poco y saco algo tarde a mis perros a cumplir con sus necesidades. Las noches en la Avenida del Aeropuerto tienen una luz algo extraña. Las lámparas de sodio de las farolas producen una luz amarillenta, pero no del tono que, bordeando el ocre da sensación de calidez, sino una variante que vira ligeramente al verde. Esta luz, filtrada ligeramente por las hojas de los árboles, rebotada en el negro profundo del asfalto, y, a veces, entremezclada con la luminosidad deslumbrante de la luna llena produce un efecto extraño sobre las cosas, privándolas en cierta manera de volumen, conviertiéndolas en mera superficie, en un conjunto de objetos planos iluminados por una luz espectral. El silencio inmenso a esa horas refuerza aún más la sensación. Uno puede oír su propia respiración, los pequeños roces de la vegetación bajo el efecto de un suave brisa nocturna. Todo parece un decorado. Un escenario inquietante en el que uno siente intensamente algo turbador, relacionado subterráneamente con sentimientos como la soledad, el abandono, o una especie de vacío difícil de describir. Cuando los perros terminan y vuelvo a entrar en casa, no consigo despegarme de todo de las sensaciones que esa nada concentrada producen en mí. Al acostarme y apagar la luz, puedo ver en la oscuridad de la habitación la cinta negra de asfalto, y, en mis ojos, noto la impronta de esa Avenida del Aeropuerto convertida en una carretera absurda hacia una nada que sólo existe en mi imaginación. Luego duermo, creo.

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