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incendios
Noche del sábado 13 al domingo 14.
1.00 am

Todas las ventanas de la casa abiertas por causa del calor (26º C según nuestro termómetro). De pronto, en medio del duermevela previo a la conciliación del sueño, escucho un ruido extraño por la ventana, muy parecido a la lluvia cayendo sobre una superficie metálica; trato de identificar el sonido y no soy capaz. Abro los ojos y, por la ventana, una luz espectral que no procede de la luna ni de las farolas, produce un reflejo tembloroso en los cristales. Me incorporo violentamente. El olor que inunda la casa es inconfundible: ahí fuera, muy muy cerca hay algo ardiendo.

Asusto a A con una especie de chillido histérico "hostia!". Nos asomamos a la ventana del baño y vemos, justo al lado de la casa de los padres de A, unas llamas que devoran la maleza de la finca contigua. Unas llamas que se recortan con violencia contra la oscuridad de la noche veraniega. Cojo el teléfono y la guía al mismo tiempo con el corazón retumbando violentamente en mis sienes. Me hago un lío, marco mal el número de los bomberos dos veces. Cuando me cogen la llamada no soy capaz de dar el número de teléfono de mi casa de lo nervioso que estoy. Espero unos minutos a que me devuelvan la llamada para verificar que no soy un bromista. Salgo afuera, en pijama y zapatillas. Delante de casa está ardiendo también el contenedorde la basura. Siguiendo hacia arriba, pasada la casa de mis suegros, se ven los penachos rojos y dorados de las llamas devorando la finca del vecino. La avenida del aeropuerto tiene una luz espectral que le da a todo un aire alucinado, de profunda irrealidad. En el lado opuesto de la carretera, vecinos en bata, en zapatillas, en pijama miran aterrorizados las dimensiones del fuego. Corro hacia la casa de al lado. Mi suegro tiene una manguera con la que hace frente a un fuego que le triplica en altura. Las llamas están a unos tres-cuatro metros de su casa. Pienso en el depósito de gasóleo de la caldera. Pienso en que si viene una racha un poco fuerte de viento la cosa se va a poner horrible. Pido instrucciones. Me mandan que coja la manguera de nuestra casa y la enchufemos al pozo para humedecer todo lo posible el terreno que queda entre el fuego y la casa. Corro. Me lío quitando la manguera del grifo al que está unida en nuestra casa. Pasan los minutos y el resplandor hace que todo parezca profundamente irreal. Sin embargo el olor a madera quemada, las cenizas que pasan en ráfagas cerca de mi cabeza me recuerdan que la vista me está jugando una mala pasada. Llevo la manguera. Mi suegro es una figura diminuta delante del fuego. Estoy aterrorizado mientras intento conectarla al grifo de su pozo. Histérico, compruebo que no entra: la rosca no encaja en él. Pienso, estoy en zapatillas y pijama delante de unas llamas de tres metros. El depósito de gasóleo a cinco del fuego. Oigo una sirena. Por Dios, nunca me he alegrado tanto en mi vida de oír ese sonido, de ver esas luces.

En diez minutos los bomberos liquidan el incendio. Comparo las mangueras que usan con las que tenemos nosotros. Las ropas que llevan. Las botas que calzan. Pienso que las heroicidades domésticas están condenadas siempre al fracaso. Veo a mi suegro con sus zapatillas hablando con uno de los bomberos. Su tarea de humedecer el terreno ante el fuego ha impedido que éste se acercase más a la casa. Me tranquilizo un poco y pienso en que todo lo que hice fue bajo los efectos de un pánico considerable. Si me hubiera parado un minuto a coger aire, me habría vestido, me habría calzado algo mejor que con las chanclas de surf que compré en las rebajas de El Corte Inglés, habría arreglado la llamada a los bomberos en veinte segundos, habría buscado un adaptador para la jodida manguera.
Etc.

Ayer por la tarde desde la playa vimos como un nubarrón de color ocre tapaba el sol y cubría todo el cielo con una especie de mancha difusa semejante a la suciedad que queda en los cristales después de mucho tiempo sin limpiarlos. Caían pequeños fragmentos de cenizas. En la radio hablaban de un incendio en Campo Lameiro (a unos 40 km de donde estábamos) y otro en Ribeira (casi 100). Al volver para casa el aire tenía un olor intenso a madera quemada. Recordé un artículo que leí hace poco y que decía algo así como que en diez años, el Sáhara empezará en los Pirineos. Aquí, en Galicia, como sigamos así, en cinco ya estamos en ello.

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