relaciones con cámaras fotográficas
Hace un par de días tuve que hacerme unas fotos tipo carnet para un estúpido asunto burocrático. Entré en una tienda en cuya puerta colgaban, al modo de aquellos carteles de "wanted", fotos de parejas recién casadas haciendo el paripé en posturas extraordinarias ante paisajes indescriptibles. Algunas de las fotos estaban decoloradas por la acción de los rayos de sol. Uno de los novios agarraba un bastón con empuñadura en forma de águila plateada mientras la novia se agarraba a él como si fuera una extensión del bastón. Dentro, los síntomas de un negocio en proceso de descomposición, las señales inequívocas del fracaso empresarial en forma de capas de polvo en las estanterías y de objetos anteriores a 1997 diseminados aleatoriamente. Me atendió una chica con inequívoca expresión de aburrimiento. Me senté en una esquina escasamente iluminada y me apuntó con una cámara digital de presupuesto aún más escaso. No encendió ninguna luz ni me puso un espejo delante ni quitó una especie de pantalla que había en el suelo y que se cruzaba entre ella y yo. Disparó tres veces. Ví chispitas blancas durante un rato cayendo entre el mundo y mis ojos. Cuando me dio las fotos vi en ellas a alguien que me recordaba a otra persona. Las mejillas tenían una tonalidad que tiraba hacia el verde, los ojos estaban muy abiertos, como si buscaran algo en medio de un sitio invadido de oscuridad, las comisuras de los labios dejaban intuir una expresión poco amigable, un gesto de desconfianza e inseguridad que modelaba el aspecto general de toda la cara. Miré fijamente a la chica. Mis ojos decían claramente: "míreme bien y mire estas fotos: ¿en serio quiere que me crea que soy yo?". Sostuve mi incredulidad frente a su aburrimiento durante esos famosos segundos eternos, convencido de que repetiríamos la sesión.
- Son cuatro euros.
Pagué. Me fui con una sensación. Ahora no recuerdo cuál.