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palabras al ácido
Tengo una reunión en el colegio a la que voy un poco a disgusto, en parte porque me siento exagerademente perezoso, en parte porque experimento una quemazón de baja intensidad consecuencia de que estamos ya en Marzo. Escucho con atención a mis compañeros. Hablan de adaptaciones curriculares, de grupos de diversificación, la entrada en vigor de la nueva ley el curso que viene, miles de cosas que son cruciales en un centro educativo. Hacia el final, como siempre, comienza la retahíla habitual de quejas, el carrusel de pequeñas desgracias en el aula típico de estas reuniones al que me sumo con desgana. Una de mis compañeras favoritas dice algo como, vale ya de quejas, debemos ser optimistas, y, sin darme ni cuenta, entro en erupción y digo varias tonterías sobre lo inútiles que son las categorías "optimista" o "pesimista" en nuestro trabajo y que agarrarse a ellas es infantil, que la base de nuestra profesión es la experiencia, etc. Sin quererlo, suena vitriólico, un volcán de bilis arrasando territorio amigo. Me arrepiento un segundo demasiado tarde pero el chorreo ya ha tenido efecto, algunas miradas suenan como uñas que se rompen o huesos que crujen. Un poco de lava sobre alguien que me cae bien. Siento vergüenza de mí mismo. Pero eso no arregla nada. Acaba la reunión, salgo afuera y trato de hundirme en la noche, un frío terminal me recorre y me pregunto si hay un pozo cerca para tirarme un rato. No lo hay. Sumergido el silencio del coche me asombro de no tener respuestas. A estas alturas.



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