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elecciones y democracia representativa, una aproximación en tres actos

I.
Quién elige y qué cosa elige. Se nos dice, el pueblo soberano a sus legítimos representantes. Quien es el pueblo soberano, quienes sus legítimos representantes. Se nos dice, el conjunto de las personas mayores de 18 años censadas en el territorio al que se refieren las elecciones y todo aquel que registre unas siglas ante la administración para presentarse a esas elecciones. En teoría, entonces, la democracia es el gobierno de cualquiera en igualdad de condiciones con otros cualquieras. Sin embargo, la impresión que un "cualquiera" cualquiera tiene es que quien gobierna no es otro "cualquiera", sino un "alguien" que ha recibido tal título por nacimiento, riqueza o saber. A su vez, esos "alguien" aspiran al gobierno no como unos "cualquiera" sino como pastores que pastorean, como guardianes que guardan, como próceres que deben cuidarnos, a los cualquiera, de nuestra peligrosa condición de seres que no saben exactamente qué hacer con su libertad. En la práctica, los que son "alguien" configuran un sistema en el que los "cualquiera" no tienen nada que hacer en el gobierno de los asuntos comunes, excepto legitimar dicho sistema cada vez que hay elecciones o participar en alguna de las instancias ya regladas para los "cualquiera" como ellos, llámense asociaciones de vecinos, sindicatos, agrupaciones culturales o cualquiera otra forma de fingir que se participa en la vida pública mientras en realidad se hace otra cosa.

II. Una cita de Jacques Ranciere, de "el odio a la democracia"

Por lo general, lo que se toma como criterio pertinente de democracia es la existencia de un sistema representativo. Pero este sistema es él mismo un compromiso inestable, un resultante de fuerzas contrarias. Tiende hacia la democracia en la medida en que se acerca al poder de cualquiera, sea quien fuere. Desde este punto de vista, podemos enumerar las reglas que definen el mínimo por el cual un sistema representativo puede declararse democrático: mandatos electorales cortos, no acumulables, no renovables; monopolio de los representantes del pueblo en la elaboración de las leyes; prohibición a los funcionarios del Estado de ser representantes del pueblo en la elaboración de las leyes; reducción al mínimo de las campañas y de los gastos de éstas, y control de la injerencia de potencias económicas en los procesos electorales.

[...]
Nosotros no vivimos en democracias. Tampoco vivimos en campos de concentración, como aseguran ciertos autores que nos ven a todos sometidos a la ley de excepción del gobierno biopolítico. Vivimos en Estados de derecho oligárquicos, es decir en Estados donde el poder de la oligarquía está limitado por el doble reconocimiento de la soberanía popular y las libertades individuales. Conocemos las ventajas de este tipo de Estados, así como sus límites. En ellos las elecciones son libres. Aseguran, en lo esencial, la reproducción del mismo personal dominante bajo etiquetas intercambiables, pero las urnas no suelen estar atestadas y es posible cerciorarse de ello sin jugarse la vida. La administración no es corrupta, salvo en esos asuntos de mercados públicos donde se confunde con los intereses de los partidos dominantes. Se respetan las libertades de los individuos, aunque al precio de notables excepciones para todo cuanto atañe al cuidado de las fronteras y a la seguridad del territorio. Hay libertad de prensa: quien, sin ayuda de los poderes financieros, quiera fundar un diario o un canal de televisión capaces de llegar al conjunto de la población, encontrará serias dificultades pero no terminará en la cárcel. Los derechos de asociación, reunión y manifestación permiten que se organice una vida democrática, es decir, una vida política independiente de la esfera estatal. Permitir es, evidentemente, una palabra equívoca. Esas libertades no son regalos de los oligarcas. Fueron ganadas mediante la acción democrática, y si conservan su efectividad es sólo por esta acción. Los "derechos del hombre y del ciudadano" son los de quienes les dan realidad.


III. Y si somos escépticos sobre las posibilidades de transformación de todo este sistema ¿cómo hemos alcanzado el punto en el que nuestro escepticismo nos ha inutilizado para la lucha en el espacio político? ¿No es nuestra enmienda permanente a la totalidad un cortocircuito real sobre cualquier posibilidad de acción transformadora? ¿No es cierto que, para la oligarquía dominante es mejor un población escéptica que un conjunto de ciudadanos dipuestos a plantar cara en todos los frentes posibles de la esfera política? ¿No es cierto que en el momento en el que hacemos declaración de nuestra impotencia es cuando realmente nos volvemos impotentes de verdad? ¿No es cierto que nuestra parálisis es lo mejor que le puede pasar al sistema? ¿No es cierto que toda esta mierda seudointelectual sobre la que giramos con fingida angustia nos distrae de las responsabilidades que hemos elegido no tomar? ¿No lo es?

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