lluvias
Llegué al cruce de Urzáiz con Gran Vía cuando la llovizna inicial empezaba a convertirse en algo más serio. Calculé a ojo que llegar hasta la calle del Príncipe bajo los balcones no debería ser un asunto muy grave. A medida que avanzaba bajo una manta de agua que se espesaba a cada metro comprendí que había cometido un error de cálculo. Hacia la mitad de la bajada el agua había traspasado toda la ropa que llevaba puesta y, para cualquiera que no me hubiera visto corriendo bajo los balcones inexistentes de la calle Urzáiz, parecería que venía de disputarle a Michael Phelps el título mundial de 1500 metros de "haciendo el gilipollas en el agua". Llegué a la confluencia de Urzáiz con Príncipe con síntomas de ahogo por inmersión. Una multitud refugiada bajo la marquesina del edificio Derby prefería apartarse a mi paso y exponerse al aguacero antes que tenerme a menos de treinta centímetros. Los pies me flotaban dentro del calzado. Me quedé un rato mirando con melancolía las formas desdibujadas del Marco. Los doscientos metros que me quedaban hasta mi destino me producían la tristeza infinita de las calles sin balcones ni soportales cuando el diluvio universal ha comenzado sin previo aviso. Convertido en esponja humana eché la última carrera. Al entrar en la cafetería del Molino dejando un reguero líquido tipo babosa tras de mí noté las miradas regocijadas de la gente seca que pensaba secretamente, de la que me he librado, no como este pringado. Llegué a la mesa en la que me esperaban. Si se les hubiera aparecido un fantasma no habrían puesto una cara peor. Luego me sequé con unas toallas de papel. Fue raro tocarme el pelo y que no pareciera que acababa de lavarme las manos. Quisiera ser un pez.
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