Hace 27 años de esta foto, hecha, como no, un lejano día de verano. Uno de los que está ahí soy yo. Uno de los que está a mi lado es mi amigo F. Es el día de su boda. Veo a casi todos los de la foto, me cuesta acercarme, saludar, ser natural. Hay muchas cosas que me gustaría decir y que sé que sonarían ridículas sólo después de la primera palabra. Estoy en la boda de F. y pienso en la foto constantemente. En lo que había ahí de los futuros nosotros. En comparación con esos veranos, los años que vendrían después serían casi ceniza. Mientras como, sostengo una conversación banal con mis compañeros de mesa, con la cabeza intentando casar las dos escenas sin conseguirlo. Todo me parece irreal. Estoy esperando a que alguien saque un balón de fútbol, a que quiten las mesas y emprendamos el penúltimo partido de fútbol, a diez goles, esperando a que se ponga el sol para salir corriendo tras el décimo gol y tirarnos de cabeza al mar, a disfrutar de la eternidad de los doce años. Sin embargo, nada de eso ocurre. Los postres, la música, gente bailando, yo bailando. A mi alrededor oigo las olas de los veranos de la infancia, oigo los gritos desde el campo de fútbol y no puedo creer que estemos donde estamos. Oigo a Carlos, a Santi, a Marcos, a Josiño, a Paco, a mi hermano y a mi hermana, a Javi, a Jose, a Pablo, a mis primos. Los oigo con la claridad terrible de los recuerdos perpetuos. Y, por encima de todas las voces, oigo a F., gritándome una vez más, joder, muévete, hostia. Nunca nadie me ha vuelto a decir algo tan hermoso. Gracias a todos. Gracias, F.
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