furia
De pronto, a la hora de comer, el diluvio universal, una borrasca rabiosa descargando un millón de litros por metro cuadrado. Era tan espectacular que incluso se nos congeló la comida en el tenedor en el instante anterior a su entrada en la boca. Mientras mirábamos fascinados desde el comedor del colegio el espectáculo, un grupo de chicos de 3º ajenos a la tromba siguió jugando al fútbol. Mientras corrían detrás de un balón que apenas veían, pensé en las veces en las que en mi adolescencia remota he jugado al fútbol con mis amigos bajo un chaparrón histórico. Lo más parecido a la épica que he podido saborear en primera persona: la camiseta chorreando, el pelo pegado al cuero cabelludo, los pies flotando dentro de las zapatillas deportivas, el sudor confundido con el agua de la lluvia. Antes de volver a la monotonía de mi plato dediqué una mirada última al patio: cinco figuras borrosas se deslizaban todavía detrás de una mancha casi invisible, incansables, poseídos por la gracia eterna de su adolescencia. Insumergibles, pensé, antes que otra cosa.
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