drivin´
Voy conduciendo por Jenaro de la Fuente y una alumna en prácticas de una escuela, delante de mí, avanza respetando los 50 km/h de máxima en ciudad, señala con los intermitentes cada cambiode carril, frena respetuosamente detrás del bus que no puede parar en su parada ocupada por 50 coches apelotonados en ella, espera pacientemente a que el bus arranque mientras tras ella suena la sinfonía de los cabreados al volante por tener que esperar cinco segundos extra. Por detrás de nosotros veo por el retrovisor un opel astra tuneado que, a unos ochenta km/h se salta un par de semáforos -el conductor siempre diría que los pasó en ambar-, cambia de carril ocho veces en busca del segundo no perdido jamás, pita lo que haga falta y echa chispas cuando se para por culpa de algún conductor de autoescuela. Compruebo que algunas personas al volante se comportan como cirujanos operando a vida o muerte mientras a su alrededor otras van igual que los concursantes del programa ese del humor amarillo. Por desgracia para las primeras todos convivimos en el mismo espacio. Vivir, conducir, tirar p´alante.
24 de feb. de 2007
23 de feb. de 2007
pocoyo
Gracias a un compañero del cole descubro la serie "pocoyo", animación para niños de 0 a 3 años que mezcla los prodigios de animación a lo pixar con el toque clásico barrio sésamo y el espíritu cartoon (aligerado) de los clásicos warner. Mención aparte para su banda sonora, un festival musical que le saca los colores a todos aquellos que siguen pensando que un tema para programas infantiles precisa de estrellas mediáticas de baratillo. Bravo por la cadena inglesa que lo emite y por sus autores, los españoles Guillermo García y David Cantolla, responsables de todo el asunto.
(+ episodios de pocoyo)
Gracias a un compañero del cole descubro la serie "pocoyo", animación para niños de 0 a 3 años que mezcla los prodigios de animación a lo pixar con el toque clásico barrio sésamo y el espíritu cartoon (aligerado) de los clásicos warner. Mención aparte para su banda sonora, un festival musical que le saca los colores a todos aquellos que siguen pensando que un tema para programas infantiles precisa de estrellas mediáticas de baratillo. Bravo por la cadena inglesa que lo emite y por sus autores, los españoles Guillermo García y David Cantolla, responsables de todo el asunto.
(+ episodios de pocoyo)
20 de feb. de 2007
cormac mccarthy, no es país para viejos
Hace tiempo que dudaba entre leer o no a Cormac McCarthy. Su leyenda de tipo coherente consigo mismo que, pese a ser un autor de considerable éxito, le llevaba a vivir en una caravana en medio del desierto, me hacía saltar todas las alarmas. Mis prejuicios últimamente van por la vía de salir corriendo cuando me encuentro con alguien absolutamente coherente con lo que piensa. Grave error.
McCarthy liga su novela a un territorio concreto, la frontera entre México y Estados Unidos, y se ancla a los interminables kilómetros de desierto que unen dramáticamente ambos países. Los protagonistas, a raíz de un hecho fortuito relacionado con las trifulcas entre cárteles de droga, quedan ligados por un juego de persecuciones, violencia y muerte que tiene sus orígenes remotos en la propia fundación de los Estados Unidos. Todo el libro está recorrido por la lucidez y el escepticismo del que ha ido viendo como las vidas de sus compañeros de generación, y las de los hijos y nietos de éstos han ido yendo a peor progresivamente. Un ir a peor que va más allá de los grados de bienestar material y que tiene que ver con la ruptura de cualquier clase de vínculo social. Ruptura que muestra síntomas agudos como las actuaciones de las bandas de criminales y de traficantes de drogas o de los innumerables policías corruptos que les sirven de colchón, pero que exhibe su carácter de enfermedad crónica en las acciones de las legiones de ciudadanos amorales que actúan conforme a sus necesidades del momento. El país está podrido hasta la médula, viene a decir McCarthy, pero no es una corrupción que venga de fuera, sino una enfermedad interior cuya ligazón absoluta al modo de vida propio la convierte en inatacable. Y de ella nacen esa omnipresente violencia aleatoria, las muertes gratuitas, el sufrimiento y el dolor repartidos discrecionalmente a todo aquel que tenga la desgracia de estar en el momento erróneo en el sitio equivocado.
Dos personajes marcan dramáticamente el ritmo de la novela. Uno de ellos es un asesino a sueldo convencido de ser una herramienta del destino. El mal absoluto, implacable, eficiente y racional hasta el delirio. El otro es un sheriff a punto de la jubilación que asiste atónito al reguero de muertes y violencia que salpica los pueblos de su región. El bien, si se quiere, pero corroído por la falta de sustancia de sus propios planteamientos, erosionado por una desconfianza fundamental en sí mismo. El contraste entre los dos personajes es extraordinario. Uno sólo piensa en ejecutar su siguiente misión con su habitual precisión quirúrgica. El otro, sometido al machaque inmisericorde de su propia conciencia, sólo puede observar atónito un mundo que le resulta incomprensible e insoportable. Y todo contado con una concisión exagerada. Y cuando los personajes hablan, es mediante diálogos en los que apenas se intercambian algo más que monosílabos. El único que se explaya de manera doliente es el sheriff a lo largo de varios monólogos interiores en los que echa de menos un pasado menos malo, una vida menos insoportable que la actual. Estos dos personajes dominan la narración con su presencia como en un segundo plano. Uno de ellos abre cada capítulo con su monólogo interior, el otro interviene puntualmente alterando radicalmente la trama con sus acciones. El resto de los personajes, que aparentemente tienen más cancha y que sirven de excusa al movimiento de la historia, son insectos en una telaraña, piezas del ajedrez que se juega sin que ellos lo sepan, criaturas desamparadas con información mínima sobre lo que está ocurriendo a su alrededor, víctimas propiciatorias de fuerzas que superan de largo las dimensiones microscópicas de sus existencias.
Hace tiempo leí en un periódico de aquí que unos maestros encontraron de casualidad una encuesta que enviaron en los años treinta a varias escuelas del país. Incluía un cuestionario sobre cuáles eran los problemas de la enseñanza en esas escuelas. Y encontraron unos formularios que habían enviado desde varios puntos del país respondiendo a estas preguntas. Y los mayores problemas mencionados eran cosas como hablar en clase y correr por los pasillos. Mascar chicle. Copiar los deberes. Cosas por el estilo. Cogieron uno de los impresos que estaban en blanco, hicieron fotocopias y los volvieron a enviar a las mismas escuelas. Cuarenta años después. Y he aquí las respuestas. Violación, incendio premeditado, asesinato. Drogas. Suicidio. Me puse a pensar en eso. Porque la mayoría de las veces cuando digo que le mundo se está yendo al infierno la gente simplemente sonríe y me dice que me estoy haciendo viejo. Que ese es uno de los síntomas. Pero lo que yo creo es que cualquiera que no vea la diferencia entre violar y asesinar gente y mascar chicle tiene un problema mucho mayor que el que tengo yo. Y cuarenta años tampoco es tanto.
Hace tiempo que dudaba entre leer o no a Cormac McCarthy. Su leyenda de tipo coherente consigo mismo que, pese a ser un autor de considerable éxito, le llevaba a vivir en una caravana en medio del desierto, me hacía saltar todas las alarmas. Mis prejuicios últimamente van por la vía de salir corriendo cuando me encuentro con alguien absolutamente coherente con lo que piensa. Grave error.
McCarthy liga su novela a un territorio concreto, la frontera entre México y Estados Unidos, y se ancla a los interminables kilómetros de desierto que unen dramáticamente ambos países. Los protagonistas, a raíz de un hecho fortuito relacionado con las trifulcas entre cárteles de droga, quedan ligados por un juego de persecuciones, violencia y muerte que tiene sus orígenes remotos en la propia fundación de los Estados Unidos. Todo el libro está recorrido por la lucidez y el escepticismo del que ha ido viendo como las vidas de sus compañeros de generación, y las de los hijos y nietos de éstos han ido yendo a peor progresivamente. Un ir a peor que va más allá de los grados de bienestar material y que tiene que ver con la ruptura de cualquier clase de vínculo social. Ruptura que muestra síntomas agudos como las actuaciones de las bandas de criminales y de traficantes de drogas o de los innumerables policías corruptos que les sirven de colchón, pero que exhibe su carácter de enfermedad crónica en las acciones de las legiones de ciudadanos amorales que actúan conforme a sus necesidades del momento. El país está podrido hasta la médula, viene a decir McCarthy, pero no es una corrupción que venga de fuera, sino una enfermedad interior cuya ligazón absoluta al modo de vida propio la convierte en inatacable. Y de ella nacen esa omnipresente violencia aleatoria, las muertes gratuitas, el sufrimiento y el dolor repartidos discrecionalmente a todo aquel que tenga la desgracia de estar en el momento erróneo en el sitio equivocado.
Dos personajes marcan dramáticamente el ritmo de la novela. Uno de ellos es un asesino a sueldo convencido de ser una herramienta del destino. El mal absoluto, implacable, eficiente y racional hasta el delirio. El otro es un sheriff a punto de la jubilación que asiste atónito al reguero de muertes y violencia que salpica los pueblos de su región. El bien, si se quiere, pero corroído por la falta de sustancia de sus propios planteamientos, erosionado por una desconfianza fundamental en sí mismo. El contraste entre los dos personajes es extraordinario. Uno sólo piensa en ejecutar su siguiente misión con su habitual precisión quirúrgica. El otro, sometido al machaque inmisericorde de su propia conciencia, sólo puede observar atónito un mundo que le resulta incomprensible e insoportable. Y todo contado con una concisión exagerada. Y cuando los personajes hablan, es mediante diálogos en los que apenas se intercambian algo más que monosílabos. El único que se explaya de manera doliente es el sheriff a lo largo de varios monólogos interiores en los que echa de menos un pasado menos malo, una vida menos insoportable que la actual. Estos dos personajes dominan la narración con su presencia como en un segundo plano. Uno de ellos abre cada capítulo con su monólogo interior, el otro interviene puntualmente alterando radicalmente la trama con sus acciones. El resto de los personajes, que aparentemente tienen más cancha y que sirven de excusa al movimiento de la historia, son insectos en una telaraña, piezas del ajedrez que se juega sin que ellos lo sepan, criaturas desamparadas con información mínima sobre lo que está ocurriendo a su alrededor, víctimas propiciatorias de fuerzas que superan de largo las dimensiones microscópicas de sus existencias.
Hace tiempo leí en un periódico de aquí que unos maestros encontraron de casualidad una encuesta que enviaron en los años treinta a varias escuelas del país. Incluía un cuestionario sobre cuáles eran los problemas de la enseñanza en esas escuelas. Y encontraron unos formularios que habían enviado desde varios puntos del país respondiendo a estas preguntas. Y los mayores problemas mencionados eran cosas como hablar en clase y correr por los pasillos. Mascar chicle. Copiar los deberes. Cosas por el estilo. Cogieron uno de los impresos que estaban en blanco, hicieron fotocopias y los volvieron a enviar a las mismas escuelas. Cuarenta años después. Y he aquí las respuestas. Violación, incendio premeditado, asesinato. Drogas. Suicidio. Me puse a pensar en eso. Porque la mayoría de las veces cuando digo que le mundo se está yendo al infierno la gente simplemente sonríe y me dice que me estoy haciendo viejo. Que ese es uno de los síntomas. Pero lo que yo creo es que cualquiera que no vea la diferencia entre violar y asesinar gente y mascar chicle tiene un problema mucho mayor que el que tengo yo. Y cuarenta años tampoco es tanto.
Ten Thousand Islands, my dear loved green place
Vía la copa de Europa descubro este vídeo del grupo español ten thousands islands. Ideal para estos días de carnaval ahogados por un millón de borrascas sucesivas.
Vía la copa de Europa descubro este vídeo del grupo español ten thousands islands. Ideal para estos días de carnaval ahogados por un millón de borrascas sucesivas.
14 de feb. de 2007
Jorge Alemán (I)
He estado dos días escuchando al psicoanalista y filósofo Jorge Alemán hablando sobre Freud, Heidegger y Lacan y las conexiones entre la analítica existencial del segundo y el psicoanálisis a la manera del tercero. De lo mucho bueno que ha dicho, una frase soltada casi al final que daría para años de discusión (cito de memoria): "¿la ética? ¿qué sentido tiene hablar de ética si la política ha desaparecido? ¿qué sentido tiene hablar de ética si no hay vínculo social?"
He estado dos días escuchando al psicoanalista y filósofo Jorge Alemán hablando sobre Freud, Heidegger y Lacan y las conexiones entre la analítica existencial del segundo y el psicoanálisis a la manera del tercero. De lo mucho bueno que ha dicho, una frase soltada casi al final que daría para años de discusión (cito de memoria): "¿la ética? ¿qué sentido tiene hablar de ética si la política ha desaparecido? ¿qué sentido tiene hablar de ética si no hay vínculo social?"
fatiga de materiales
Un día más me quedo en el colegio por la tarde para recibir a varios padres de mi tutoría. Entre el plácido discurrir de la normalidad ("es un poco vaguete", "se distrae con facilidad", "hay que estar encima para que estudie", "está en una edad en que son pesadísimos") se cuela un caso realmente fastidiado, en el que se mezclan la enfermedad, los problemas familiares, los desarreglos psicológicos asociados y casi todas las combinaciones posibles que admita la palabra "problemas". Mientras la madre desgrana con emoción el cúmulo de desgracias, me viene absurdamente a la cabeza el anuncio ese de IKEA en el que un rodillo de 200 kg machaca un colchón inmisericordemente durante meses para garantizar la fiabilidad de sus productos. Su cara refleja con precisión los dos años de los que me habla, y, de vez en cuando, esboza la sonrisa en la que cristaliza en algunas personas el exceso de tensión. Abrumado tras su narración -que termina mejor de lo que empezó: puede haber solución clínica en el horizonte-, me recuesto en mi silla y me revuelvo sin saber qué decir. No tengo nada de lo que echar mano. Ni siquiera una experiencia propia para compartir, algo que exprese de manera cierta mi apoyo en estos momentos y que singularice mínimanente la entrevista que hemos tenido. Tapo el silencio con observaciones inocentes sobre la actitud del niño en clase, comento algunas observacions que hacen sobre él mis compañeros, actúo un poco, ofreciendo fragmentos de una normalidad irreal. Nos despedimos lentamente comentando banalidades. Decido no pensar.
Un día más me quedo en el colegio por la tarde para recibir a varios padres de mi tutoría. Entre el plácido discurrir de la normalidad ("es un poco vaguete", "se distrae con facilidad", "hay que estar encima para que estudie", "está en una edad en que son pesadísimos") se cuela un caso realmente fastidiado, en el que se mezclan la enfermedad, los problemas familiares, los desarreglos psicológicos asociados y casi todas las combinaciones posibles que admita la palabra "problemas". Mientras la madre desgrana con emoción el cúmulo de desgracias, me viene absurdamente a la cabeza el anuncio ese de IKEA en el que un rodillo de 200 kg machaca un colchón inmisericordemente durante meses para garantizar la fiabilidad de sus productos. Su cara refleja con precisión los dos años de los que me habla, y, de vez en cuando, esboza la sonrisa en la que cristaliza en algunas personas el exceso de tensión. Abrumado tras su narración -que termina mejor de lo que empezó: puede haber solución clínica en el horizonte-, me recuesto en mi silla y me revuelvo sin saber qué decir. No tengo nada de lo que echar mano. Ni siquiera una experiencia propia para compartir, algo que exprese de manera cierta mi apoyo en estos momentos y que singularice mínimanente la entrevista que hemos tenido. Tapo el silencio con observaciones inocentes sobre la actitud del niño en clase, comento algunas observacions que hacen sobre él mis compañeros, actúo un poco, ofreciendo fragmentos de una normalidad irreal. Nos despedimos lentamente comentando banalidades. Decido no pensar.
10 de feb. de 2007
círculos difusos
Estoy parado en el semáforo que hay entre Vázquez Varela y Pizarro. Mi coche está allí, yo estoy allí, pero mi cabeza está doce horas antes en una fiesta de cumpleaños. (Los semáforos en rojo hacen más por nuestra salud mental que cualquier otro aparato que conozca). Había mucha gente, y yo soy de los que desconfían de las grandes reuniones, especialmente si ninguno de los invitados fuma. En realidad soy de los que desconfían de las fiestas. Siempre las he tenido bajo sospecha, como si temiera que en una de ellas saliera algo de mí que no quisiera conocer demasiado. Estaba en la fiesta y había muy buen ambiente y en poco tiempo bajé mi sistema inmunitario-social y me dejé llevar gradualmente y dije algunas tonterías ayudado por un par de copas y me reí discretamente para que no pareciera que me lo estaba pasando demasiado bien y liquidara de golpe mi trabajosa imagen de tipo cenizo tirando a plomo. Y en medio del barullo tomé distancia y pensé en cómo los círculos de amistades parecen zanjas en la tierra, se crean, se van haciendo hondas con el tiempo y de pronto un día cada cual está rodeado de varias circunferencias concéntricas de distintos tamaños, y uno se siente seguro en el centro de ellas, contenido en algo y al mismo tiempo sabiendo que forma parte de otros círculos que contienen a otros. Y de la mano de ello volví a ser consciente de la mucha necesidad que tenemos de dar cuidados a los demás y de dejar que otros nos cuiden. Y de lo bien que lo ocultamos, claro, no olvido que ésto es un juego de ocultamientos y presentaciones, un equilibrio precario, inexplicable muchas veces. Entonces, bajo la luz roja del semáforo cruzó una pareja insospechada, un hombre de unos setenta años de la mano de una joven asiática que no llegaría a los veinticinco. Me imaginé los círculos de ambos, saltando en pedazos y los dos solos, sólo tierra alrededor. Qué fácil me lo puso el semáforo. Verde. Arranqué, pero por el retrovisor dejé una mirada última.
Estoy parado en el semáforo que hay entre Vázquez Varela y Pizarro. Mi coche está allí, yo estoy allí, pero mi cabeza está doce horas antes en una fiesta de cumpleaños. (Los semáforos en rojo hacen más por nuestra salud mental que cualquier otro aparato que conozca). Había mucha gente, y yo soy de los que desconfían de las grandes reuniones, especialmente si ninguno de los invitados fuma. En realidad soy de los que desconfían de las fiestas. Siempre las he tenido bajo sospecha, como si temiera que en una de ellas saliera algo de mí que no quisiera conocer demasiado. Estaba en la fiesta y había muy buen ambiente y en poco tiempo bajé mi sistema inmunitario-social y me dejé llevar gradualmente y dije algunas tonterías ayudado por un par de copas y me reí discretamente para que no pareciera que me lo estaba pasando demasiado bien y liquidara de golpe mi trabajosa imagen de tipo cenizo tirando a plomo. Y en medio del barullo tomé distancia y pensé en cómo los círculos de amistades parecen zanjas en la tierra, se crean, se van haciendo hondas con el tiempo y de pronto un día cada cual está rodeado de varias circunferencias concéntricas de distintos tamaños, y uno se siente seguro en el centro de ellas, contenido en algo y al mismo tiempo sabiendo que forma parte de otros círculos que contienen a otros. Y de la mano de ello volví a ser consciente de la mucha necesidad que tenemos de dar cuidados a los demás y de dejar que otros nos cuiden. Y de lo bien que lo ocultamos, claro, no olvido que ésto es un juego de ocultamientos y presentaciones, un equilibrio precario, inexplicable muchas veces. Entonces, bajo la luz roja del semáforo cruzó una pareja insospechada, un hombre de unos setenta años de la mano de una joven asiática que no llegaría a los veinticinco. Me imaginé los círculos de ambos, saltando en pedazos y los dos solos, sólo tierra alrededor. Qué fácil me lo puso el semáforo. Verde. Arranqué, pero por el retrovisor dejé una mirada última.
8 de feb. de 2007
andreu buenafuente
Leo en el país a Andreu Buenafuente explicando su renuncia a un premio que debía compratir -entre otros- con el ídolo radiofónico de la ultraderecha española:
Yo respeto mucho esta profesión, y la forma que tiene esta persona de llevarla a cabo me ofende. No es la radio que a mí me gustaría para este país. Se puede optar por la discrepancia en silencio, pero yo he optado por decir en voz alta que no soporto estos premios salomónicos que tratan de honrar colores imposibles. Así tratan de decir que todo vale, y poco a poco se va pudriendo el periodismo. Y quería dejar clara mi discrepancia. En voz alta.
Me ha gustado.
Leo en el país a Andreu Buenafuente explicando su renuncia a un premio que debía compratir -entre otros- con el ídolo radiofónico de la ultraderecha española:
Yo respeto mucho esta profesión, y la forma que tiene esta persona de llevarla a cabo me ofende. No es la radio que a mí me gustaría para este país. Se puede optar por la discrepancia en silencio, pero yo he optado por decir en voz alta que no soporto estos premios salomónicos que tratan de honrar colores imposibles. Así tratan de decir que todo vale, y poco a poco se va pudriendo el periodismo. Y quería dejar clara mi discrepancia. En voz alta.
Me ha gustado.
6 de feb. de 2007
carreteras
Este fin de semana nos acercamos hasta Oviedo. En vez de seguir la ruta habitual, AP9 hasta casi Coruña y luego desvío hasta Villaba y a tirar por el Norte y que sea lo que tenga que ser, cogimos la autovía hasta Benavente y luego la autopista León-Oviedo. Más trayecto, pero menos tiempo y más tranquilidad conduciendo. Para nuestra sorpresa, en el límite entre las provincias de León y Oviedo, en la zona del embalse de los Barrios de Luna, el paisaje era tan hermoso que a uno le daban ganas de parar el coche en medio de la autopista y quedarse allí unas horas simplemente mirando. Nuestro paso, además, coincidió con una luna llena amarillenta que producía una extraña vibración sobre las cumbres nevadas. Eran las diez de la noche y a nuestro alrededor todo relucía, los picos del macizo cantábrico irradiaban una luz que invitaba a extraviarse por los montes cubiertos de un blanco espectral. En un momento dado, desde nuestro coche se apreciaba con claridad la carretera que une los pueblos que están situados en la ribera del río Luna. Durante varios kilómetros un automóvil solitario recorrió esa carretera parejo con nosotros. Las luces de sus faros eran dos puntos diminutos que aparecían y desaparecían entre los recovecos de la montaña. Una presencia minúscula que acentuaba una sensación de emocionado desamparo, de embriagadora soledad. Luego, entrar a Oviedo desde el Sur, dejando atrás las montañas como un oleaje de planchas metálicas recortadas contra el cielo de Febrero, fue una sensación de feliz extrañeza, como si uno hubiera atravesado el paraíso y hubiese sobrevivido a ello.
Este fin de semana nos acercamos hasta Oviedo. En vez de seguir la ruta habitual, AP9 hasta casi Coruña y luego desvío hasta Villaba y a tirar por el Norte y que sea lo que tenga que ser, cogimos la autovía hasta Benavente y luego la autopista León-Oviedo. Más trayecto, pero menos tiempo y más tranquilidad conduciendo. Para nuestra sorpresa, en el límite entre las provincias de León y Oviedo, en la zona del embalse de los Barrios de Luna, el paisaje era tan hermoso que a uno le daban ganas de parar el coche en medio de la autopista y quedarse allí unas horas simplemente mirando. Nuestro paso, además, coincidió con una luna llena amarillenta que producía una extraña vibración sobre las cumbres nevadas. Eran las diez de la noche y a nuestro alrededor todo relucía, los picos del macizo cantábrico irradiaban una luz que invitaba a extraviarse por los montes cubiertos de un blanco espectral. En un momento dado, desde nuestro coche se apreciaba con claridad la carretera que une los pueblos que están situados en la ribera del río Luna. Durante varios kilómetros un automóvil solitario recorrió esa carretera parejo con nosotros. Las luces de sus faros eran dos puntos diminutos que aparecían y desaparecían entre los recovecos de la montaña. Una presencia minúscula que acentuaba una sensación de emocionado desamparo, de embriagadora soledad. Luego, entrar a Oviedo desde el Sur, dejando atrás las montañas como un oleaje de planchas metálicas recortadas contra el cielo de Febrero, fue una sensación de feliz extrañeza, como si uno hubiera atravesado el paraíso y hubiese sobrevivido a ello.