20 de feb. de 2007

cormac mccarthy, no es país para viejos




Hace tiempo que dudaba entre leer o no a Cormac McCarthy. Su leyenda de tipo coherente consigo mismo que, pese a ser un autor de considerable éxito, le llevaba a vivir en una caravana en medio del desierto, me hacía saltar todas las alarmas. Mis prejuicios últimamente van por la vía de salir corriendo cuando me encuentro con alguien absolutamente coherente con lo que piensa. Grave error.

McCarthy liga su novela a un territorio concreto, la frontera entre México y Estados Unidos, y se ancla a los interminables kilómetros de desierto que unen dramáticamente ambos países. Los protagonistas, a raíz de un hecho fortuito relacionado con las trifulcas entre cárteles de droga, quedan ligados por un juego de persecuciones, violencia y muerte que tiene sus orígenes remotos en la propia fundación de los Estados Unidos. Todo el libro está recorrido por la lucidez y el escepticismo del que ha ido viendo como las vidas de sus compañeros de generación, y las de los hijos y nietos de éstos han ido yendo a peor progresivamente. Un ir a peor que va más allá de los grados de bienestar material y que tiene que ver con la ruptura de cualquier clase de vínculo social. Ruptura que muestra síntomas agudos como las actuaciones de las bandas de criminales y de traficantes de drogas o de los innumerables policías corruptos que les sirven de colchón, pero que exhibe su carácter de enfermedad crónica en las acciones de las legiones de ciudadanos amorales que actúan conforme a sus necesidades del momento. El país está podrido hasta la médula, viene a decir McCarthy, pero no es una corrupción que venga de fuera, sino una enfermedad interior cuya ligazón absoluta al modo de vida propio la convierte en inatacable. Y de ella nacen esa omnipresente violencia aleatoria, las muertes gratuitas, el sufrimiento y el dolor repartidos discrecionalmente a todo aquel que tenga la desgracia de estar en el momento erróneo en el sitio equivocado.

Dos personajes marcan dramáticamente el ritmo de la novela. Uno de ellos es un asesino a sueldo convencido de ser una herramienta del destino. El mal absoluto, implacable, eficiente y racional hasta el delirio. El otro es un sheriff a punto de la jubilación que asiste atónito al reguero de muertes y violencia que salpica los pueblos de su región. El bien, si se quiere, pero corroído por la falta de sustancia de sus propios planteamientos, erosionado por una desconfianza fundamental en sí mismo. El contraste entre los dos personajes es extraordinario. Uno sólo piensa en ejecutar su siguiente misión con su habitual precisión quirúrgica. El otro, sometido al machaque inmisericorde de su propia conciencia, sólo puede observar atónito un mundo que le resulta incomprensible e insoportable. Y todo contado con una concisión exagerada. Y cuando los personajes hablan, es mediante diálogos en los que apenas se intercambian algo más que monosílabos. El único que se explaya de manera doliente es el sheriff a lo largo de varios monólogos interiores en los que echa de menos un pasado menos malo, una vida menos insoportable que la actual. Estos dos personajes dominan la narración con su presencia como en un segundo plano. Uno de ellos abre cada capítulo con su monólogo interior, el otro interviene puntualmente alterando radicalmente la trama con sus acciones. El resto de los personajes, que aparentemente tienen más cancha y que sirven de excusa al movimiento de la historia, son insectos en una telaraña, piezas del ajedrez que se juega sin que ellos lo sepan, criaturas desamparadas con información mínima sobre lo que está ocurriendo a su alrededor, víctimas propiciatorias de fuerzas que superan de largo las dimensiones microscópicas de sus existencias.

Hace tiempo leí en un periódico de aquí que unos maestros encontraron de casualidad una encuesta que enviaron en los años treinta a varias escuelas del país. Incluía un cuestionario sobre cuáles eran los problemas de la enseñanza en esas escuelas. Y encontraron unos formularios que habían enviado desde varios puntos del país respondiendo a estas preguntas. Y los mayores problemas mencionados eran cosas como hablar en clase y correr por los pasillos. Mascar chicle. Copiar los deberes. Cosas por el estilo. Cogieron uno de los impresos que estaban en blanco, hicieron fotocopias y los volvieron a enviar a las mismas escuelas. Cuarenta años después. Y he aquí las respuestas. Violación, incendio premeditado, asesinato. Drogas. Suicidio. Me puse a pensar en eso. Porque la mayoría de las veces cuando digo que le mundo se está yendo al infierno la gente simplemente sonríe y me dice que me estoy haciendo viejo. Que ese es uno de los síntomas. Pero lo que yo creo es que cualquiera que no vea la diferencia entre violar y asesinar gente y mascar chicle tiene un problema mucho mayor que el que tengo yo. Y cuarenta años tampoco es tanto.

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