10 de feb. de 2007

círculos difusos
Estoy parado en el semáforo que hay entre Vázquez Varela y Pizarro. Mi coche está allí, yo estoy allí, pero mi cabeza está doce horas antes en una fiesta de cumpleaños. (Los semáforos en rojo hacen más por nuestra salud mental que cualquier otro aparato que conozca). Había mucha gente, y yo soy de los que desconfían de las grandes reuniones, especialmente si ninguno de los invitados fuma. En realidad soy de los que desconfían de las fiestas. Siempre las he tenido bajo sospecha, como si temiera que en una de ellas saliera algo de mí que no quisiera conocer demasiado. Estaba en la fiesta y había muy buen ambiente y en poco tiempo bajé mi sistema inmunitario-social y me dejé llevar gradualmente y dije algunas tonterías ayudado por un par de copas y me reí discretamente para que no pareciera que me lo estaba pasando demasiado bien y liquidara de golpe mi trabajosa imagen de tipo cenizo tirando a plomo. Y en medio del barullo tomé distancia y pensé en cómo los círculos de amistades parecen zanjas en la tierra, se crean, se van haciendo hondas con el tiempo y de pronto un día cada cual está rodeado de varias circunferencias concéntricas de distintos tamaños, y uno se siente seguro en el centro de ellas, contenido en algo y al mismo tiempo sabiendo que forma parte de otros círculos que contienen a otros. Y de la mano de ello volví a ser consciente de la mucha necesidad que tenemos de dar cuidados a los demás y de dejar que otros nos cuiden. Y de lo bien que lo ocultamos, claro, no olvido que ésto es un juego de ocultamientos y presentaciones, un equilibrio precario, inexplicable muchas veces. Entonces, bajo la luz roja del semáforo cruzó una pareja insospechada, un hombre de unos setenta años de la mano de una joven asiática que no llegaría a los veinticinco. Me imaginé los círculos de ambos, saltando en pedazos y los dos solos, sólo tierra alrededor. Qué fácil me lo puso el semáforo. Verde. Arranqué, pero por el retrovisor dejé una mirada última.

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