Leo de un tirón el primer libro de Rick Moody, escrito en 1989, rechazado por todas las editoriales de Nueva York y, finalmente, merecedor en 1992 del premio Pushcart Press Editor´s.
Cargada de la crudeza propia de toda confesión autobiográfica, la novela retrata la vida marchita de la juventud que habita los suburbios de la megalópolis por excelencia, New Jersey (Garden State, el estado-jardín). El paso del malestar juvenil a la sensación abrupta de que nada merece la pena. Los días interminables sin saber hacia donde dirigir los pasos. La búsqueda de trabajos que sólo merecen el calificativo de despreciables. Las perspectivas de una vida alienada, gris, consumida entre las luces desvaídas de un bienestar material que ya no puede ocultar el agujero inmenso que son las vidas de la clase media norteamericana (y, por extensión, de la clase media occidental). Las relaciones irrisorias desprovistas de todo consuelo o de toda ilusión de pertenencia, la sensación perpetua de, incluso estando acompañado, una soledad irremediable, el disfrute enfermizo y doloroso de los supuestos placeres juveniles (sexo-drogas-alcohol), la asfixia de unas familias dislocadas en las que todos sus miembros se ahogan en el cauce de su parálisis emocional. Todo eso y más. De fondo, el paisaje degradado del estado jardín, salpicado de fábricas abandonadas, autopistas de seis carriles, malls inmensos en los que ahogar la punzante sensación de vacío, escombreras y verterderos gigantescos, restos y ruinas de edificios y centrales eléctricas, la huella borrosa de la modernidad industrial, el fantasma de las relaciones surgidas de otra concepción del trabajo, de la vida estable en una comunidad. Y, más al fondo aún, el espectro terrible de la locura o de los trastornos que la bordean (Moody estuvo internado un mes en un psiquiátrico), como síntomas más evidentes de la descomposición social que siguió a los amorales años ochenta de la presidencia Reagan. Inmenso.
Lane estaba teniendo problemas para concentrarse en la terapia cognitiva, que aquel día se ocupaba de la ansiedad. Se estaban ocupando, en realidad, de algunos de los miedos de Lane, que él había enumerado mientras esperaba que le tocase el turno: conversación, noche con nubes, asesinato y asesinato violento, relojes, risa, poesía y tecnología. Tenía miedo a los viejos (y a hacerse viejo), a África, a los ataques aéreos. Tenía miedo a la carga genética, a la primogenitura y a la herencia. Ahora tenía miedo a la fiesta y los dioses, o a la falta de ellos. Tenía miedo a los combates de boxeo. A las tiendas de bebidas. Tenía miedo a Paterson, New Jersey. Tenía miedo a cualquier tipo de situación marital: casado, soltero, viudo o divorciado. Tenía miedo a cualquier día bueno y a las responsabilidades que implicaba eso y a lo que él podría decir y a las expresiones de los demás cuando él hablaba con ellos por teléfono. Tenía miedo de lo que iba a pasar y a lo que iba a hacer. Y principalmente tenía miedo a su propia vida y opiniones, a su pasado, que volvía a él en una batalla que avanzaba palmo a palmo.
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