Onte manqueime xogando ao tenis (ai, ser pijo de chapapote e case cuarentón ten este prezo): rotura de fibras do xemelgo esquerdo. Nada grave pero estou obrigado a estar en repouso un par de días, rodeado de libros, cómics e un portátil conectado a internet. É dicir, que, se quitamos os problemas para facer cousas básicas como darse unha ducha, lavar os dentes ou facerse o almorzo, teño á miña disposición unha bolsa de 48 horas para entregarme ao pracer disculpable de ver pasar o tempo mentras poño ao día as miñas lecturas atrasadas e navego por internet ao chou, perdendo o tempo máis aló dos límites do meu lábil senso do deber.
Onte, apartado da pista, mentras os meus compañeiros seguían tratando de mellorar o seu servizo, de perfeccionar a volea e cousas polo estilo, lembreime do párrafo inicial de "the crack up" (aquí está todo) un libro que compila relatos soltos dos últimos anos de Scott Fitzgerald, e que, xunto co Gran Gatsby, é a miña obra favorita do escritor norteamericano.
Claro, toda vida es un proceso de demolición, pero los golpes que llevan a cabo la parte dramática de la tarea—los grandes golpes repentinos que vienen, o parecen venir, de fuera—, los que uno recuerda y le hacen culpar a las cosas, y de los que, en momentos de debilidad, habla a los amigos, no hacen patentes sus efectos de inmediato. Hay otro tipo de golpes que vienen de dentro, que uno no nota hasta que es demasiado tarde para hacer algo con respecto a ellos, hasta que se da cuenta de modo definitivo de que en cierto sentido ya no volverá a ser un hombre tan sano. El primer tipo de demolición parece producirse con rapidez, el segundo tipo se produce casi sin que uno lo advierta, pero de hecho se percibe de repente.
[...]
La vida, diez años atrás, en gran medida era una cuestión personal. Me veía obligado a mantener en equilibrio el sentido de la inutilidad del esfuerzo y el sentido de la necesidad de luchar; la convicción de la inevitabilidad del fracaso y la decisión de «triunfar», y, más que estas cosas, la contradicción entre la opresiva influencia del pasado y las elevadas intenciones del futuro. Si lo lograba en medio de los males corrientes —domésticos, profesionales y personales—, entonces el ego continuaría como una flecha disparada desde la nada a la nada con tal fuerza que sólo la gravedad podría a la postre traer la a tierra.
Durante diecisiete años, con uno en el medio de deliberado no hacer nada y descanso, las cosas siguieron así, con la única perspectiva agradable de una nueva tarea para el día siguiente. Estaba viviendo con ahínco, también, pero:
—Hasta los cuarenta y nueve años todo irá perfectamente —decía—. Puedo contar con eso. Pues un hombre que ha vivido como yo es lo más que puede pedir.
...Y entonces, diez años antes de los cuarenta y nueve, de repente me di cuenta de que me había desmoronado prematuramente.
Quitemos o drama, claro. Scott era alcohólico perdido e tiña un problema grave de identidade sexual, así como unha complicada relación con Zelda Sayre. Sacando iso (case nada), ese párrafo inicial de The Crack Up, sempre gravitou sobre min con intensidade (toda a obra de Scott Fitzgerald en realidade) e cunha certa dose de inxenuidade que evidenciaban unha inmadurez de libro. A perspectiva da idade faime ver con máis simpatía ao escritor que morrería catro anos máis tarde de escribir esas liñas dun infarto. Digo simpatía pero debería dicir lucidez. A perspectiva da idade, en realidade ilumina o traxecto propio e, con elo, permite comprender mellor as intencións dos demáis, os seus verdadeiros propósitos.
Pensei en todo iso mentras escoitaba as pelotas de tenis indo e vindo diante de min. Destellos de verde sobre o fondo azul do maravilloso serán de onte.
Me di cuenta de que en esos dos años, con objeto de preservar algo —tal vez un sosiego interior, tal vez no—, me había apartado de todas las cosas que acostumbraba amar, que cada acto de la vida, desde lavarse los dientes por la mañana hasta la cena con un amigo, se había convertido en un esfuerzo. Comprendí que durante largo tiempo no me habían gustado personas ni cosas, sino que sólo seguía con la vacilante y vieja pretensión de que me agradaban. Incluso comprendí que mi amor hacia los que me eran más cercanos se había convertido sólo en un intento de amar, que mis relaciones informales —con un editor, un vendedor de tabaco, el hijo de un amigo —eran solamente lo que yo recordaba que debían ser, de otros días.
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