Si uno entiende la política como espectáculo y juego de seducción, instantáneas como éstas deberían ser mucho más frecuentes. Cabría preguntarse porqué siempre las protagonizan mujeres y cuál es el mensaje exacto que se brinda al espectador medio que una vez cada cuatro años se realiza políticamente en la urna correspondiente.
No me sorprende que los políticos traten desesperadamente de demostrarnos que también son personas normales, (ésto es, que no están ahí para sacar provecho personal), pero sí me llama la atención el recurso táctico al encanto personal como garantía de su condición de personas normales.
Soraya cae mal, sus intervenciones públicas revelan con facilidad a una persona ansiosa con los tics habituales de la listilla de toda la vida que siente que está perdiendo el tiempo dando explicaciones a una banda de monos. Es consciente de su altanería al modo Aznar y se le nota que trata de controlarla, pero, para su desgracia, no puede autocontrolarse todo el tiempo y enseguida sus gestos transmiten una especie de furia ácida que provoca en el espectador un desagrado considerable. Habituados a ello, cambianos de canal cuando aparece en la televisión o apagamos la radio en el coche si coincide. Pero, de pronto, Soraya se suelta el pelo, se pone una especie de vestido de noche y, sentada en el suelo al lado de una silla, con cierto desarreglo post-coitum en su mirada, pretende decirnos, soy deseable, soy seductora, soy enigmática, soy misteriosa, tengo una personalidad secreta que sólo muestro en privado. Y claro, en ese momento, nuestro desagrado se transforma súbitamente en espanto puro. Y la imagen nos persigue en nuestras pesadillas más tenebrosas junto a aquella de Aznar con los pies encima de la mesa o la otra de Jesús Gil en un barreño rodeado de mamachichos. Viva el mal, etc.
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