Leo a McCarthy al revés, primero "la carretera" y "no es país para viejos" y ahora este primer capítulo de la "trilogía de la frontera". Comparado con los dos últimos y su negrura casi absoluta en la que la tesis central se resume en violencia con sentido o violencia sin sentido o aniquilación total, este libro de 1992 casi casi es una novela pastoral. Están las grandes extensiones de terreno, las morosas descripciones de los paisajes que contribuyen a tejer una atmósfera, a prefigurar el terreno de las emociones, a diseñar el contenedor de lo vivido; está también el elogio nada camuflado de la naturaleza sin humanidad, la épica de los hombres solitarios que viven en ese territorio inhumano, la ausencia de acción durante doscientas páginas, la acumulación de escenas insignificantes y las explosiones secas y breves de violencia brutal. La escritura mccarthyana funciona por acumulación. Sus descripciones fluyen a lo largo de las páginas como los cauces de sus ríos desbocados o las ráfagas de viento que azotan a sus protagonistas. Frente a nosotros se teje un tapiz plagado de detalles infinitos, se construye un escenario de manera minuciosa. Sus protagonistas son como hormigas hasta que algo los saca de la cadena de la supervivencia material y les obliga a ser seres morales, a tomar una decisión vital que decide el resto de la historia. Sólo que, tras el sufrimiento, viene la redención. No la salvación pero sí cierta forma de paz, por llamarle algo. Por esta época aún era un optimista, McCarthy.
Deseaba ardientemente ser una persona de valía y tuve que preguntarme cómo sería ésto posible si no había algo como un alma o como un espíritu que existe en la vida de una persona y que puede soportar cualquier desgracia o desfiguración sin sufrir ningún menoscabo. Si uno tenía que ser una persona de valía, esa valía no podía ser una condición sujeta a los azares de la fortuna. Tenía que ser una cualidad que no pudiera cambiar. Fuera lo que fuese. Mucho antes de la mañana supe que aquello que ansiaba descubrir era algo que siempre había sabido. Que todo valor era una forma de constancia. Que lo primero que abandonaba el cobarde era siempre a sí mismo. Después de ésto todas las otras traiciones resultaban fáciles.
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