otro año cero
Y en dos días, nuestra ficción favorita, el año nuevo: la posibilidad de reinventarse, nuevas oportunidades para fabricar una versión mejorada de nosotros mismos, el mito incombustible de poder ser hombres nuevos en un mundo igual de viejo, la fantasía egomaníaca de mejorarnos aunque sea levemente. Sabiendo lo que hay, no puedo evitar arquear un ceja cuando me descubro a mí mismo haciendo planes -pequeños- para contener el deterioro -considerable- al que llevo entregado desde hace varios años. En fin. Por otro año cero en el que quepa la posibilidad de ser un poco menos peores. He he he.
30 de dec. de 2007
27 de dec. de 2007
yves chaland, freddy lombard #2
(Amo a Yves Chaland)
Si el primer tomo de su obra completa traía cuatro historias que ya obraban en mi poder desde hace tiempo, este segundo ofrece dos narraciones que no conocía de nada y que me han dejado levitando de pura felicidad. En ellas, el Chaland más amante de lo paródico, del absurdo y de los cortocircuitos narrativos de orden onírico, deja paso a otro Chaland más "clásico" que emerge con personalidad propia de entre las alargadas sombras de Hergé y Edgar P. Jacobs para dar forma a un mundo que se mueve entre cierta calculada ambigüedad temporal y un universo estético fascinado por el look "años cincuenta" y los sueños futuristas de esa época.
Quizás, acostumbrado a esa ironía ochentera que dejaba traslucir un homenaje a la línea clara tradicional al tiempo que una necesidad de reinvención de las convenciones narrativas de dicha escuela, lo que más me ha sorprendido es la carga histórica del primero de los relatos (vacaciones en Budapest), una personalísima aproximación a los sucesos que en octubre de 1956 llevaron a la revuelta popular en Hungría contra la ocupación soviética y al posterior aplastamiento de ésta ante la pasividad occidental en el mundo preapocalipsis de la guerra fría.
La segunda de las historias (F52) es una especie de homenaje en clave de thriller claustrofóbico a los ingenuos sueño de progreso tecnológico del occidente post segunda guerra mundial encarnados en un avión supermoderno capaz de hacer el vuelo París-Melbourne sin escalas. Una tenue intriga detectivesca sirve de excusa para enfrentar en un espacio cerrado y aislado a un grupo de personajes separados por el abismo de la clase social -ilustrado por las dos plantas del avión- que, parece decir Chaland, en igualdad de condiciones resultan ser peores cuanto más ricos son.
En ambas historias el autor exhibe una maestría narrativa poco común, dibuja en pocos trazos una galería de personajes que resultan extrañamente verosímiles
y da algunas lecciones magistrales sobre como se planifica una página, como se dosifica una intriga y cómo se atrapa al lector reventando adecuadamente toda la estructura narrativa común (esa que dice: planteamiento-nudo-desenlace) mientras se permanece aparentemente fiel a ella. Maravilloso.
(Amo a Yves Chaland)
Si el primer tomo de su obra completa traía cuatro historias que ya obraban en mi poder desde hace tiempo, este segundo ofrece dos narraciones que no conocía de nada y que me han dejado levitando de pura felicidad. En ellas, el Chaland más amante de lo paródico, del absurdo y de los cortocircuitos narrativos de orden onírico, deja paso a otro Chaland más "clásico" que emerge con personalidad propia de entre las alargadas sombras de Hergé y Edgar P. Jacobs para dar forma a un mundo que se mueve entre cierta calculada ambigüedad temporal y un universo estético fascinado por el look "años cincuenta" y los sueños futuristas de esa época.
Quizás, acostumbrado a esa ironía ochentera que dejaba traslucir un homenaje a la línea clara tradicional al tiempo que una necesidad de reinvención de las convenciones narrativas de dicha escuela, lo que más me ha sorprendido es la carga histórica del primero de los relatos (vacaciones en Budapest), una personalísima aproximación a los sucesos que en octubre de 1956 llevaron a la revuelta popular en Hungría contra la ocupación soviética y al posterior aplastamiento de ésta ante la pasividad occidental en el mundo preapocalipsis de la guerra fría.
La segunda de las historias (F52) es una especie de homenaje en clave de thriller claustrofóbico a los ingenuos sueño de progreso tecnológico del occidente post segunda guerra mundial encarnados en un avión supermoderno capaz de hacer el vuelo París-Melbourne sin escalas. Una tenue intriga detectivesca sirve de excusa para enfrentar en un espacio cerrado y aislado a un grupo de personajes separados por el abismo de la clase social -ilustrado por las dos plantas del avión- que, parece decir Chaland, en igualdad de condiciones resultan ser peores cuanto más ricos son.
En ambas historias el autor exhibe una maestría narrativa poco común, dibuja en pocos trazos una galería de personajes que resultan extrañamente verosímiles
y da algunas lecciones magistrales sobre como se planifica una página, como se dosifica una intriga y cómo se atrapa al lector reventando adecuadamente toda la estructura narrativa común (esa que dice: planteamiento-nudo-desenlace) mientras se permanece aparentemente fiel a ella. Maravilloso.
24 de dec. de 2007
j.m. coetzee, hombre lento
El hombre lento del título es Paul Rayment, un fotógrafo sexagenario que lleva una vida retirada, sin acontecimientos significativos. A causa de un accidente de tráfico pierde una pierna, acontecimiento que, de golpe, lo traslada de la existencia plana característica de la mediana edad a la tragedia de la senectud. Ya instalado en ella, como si fuera un adolescente absoluto, se enamorará de su enfermera, una mujer casada y con tres hijos que le dejará asomar las narices tímidamente a su vida. Por el medio, una escritora llamada Elizabeth Costello -protagonista de otro libro de Coetzee- se dedicará a exigirle que haga algo además de lamentarse por su mala suerte, y a pedirle que le de ya una dirección a sus actos, que salga cuanto antes de la parálisis física y mental que lo tiene encerrado en su cueva personal. Con estos tres personajes y algún secundario más, Coetzee arma una curiosa reflexión sobre el paso del tiempo y la incapacidad para darle un contenido satisfactorio a nuestra propia vida. Los tres protagonistas se reparten unos curiosos roles en el que destaca sobremanera la escritora Costello -que está escribiendo un libro que contiene párrafos idénticos a los que estamos leyendo-, empeñada en que el hombre lento del título se atreva, ahora que ha entrado en los minutos de la basura existenciales, a hacer algo: declarar su amor, pelear por él, hacer el ridículo ante la familia de su enfermera, o, simplemente, dar el paso de deshacerse de ella y dedicarse a otra cosa. La exasperante incapacidad de éste para hacer nada marca el tono de la narración. Apenas ocurre nada relevante, no hay acción, no hay sacudidas ni giros ni acontecimientos reseñables, salvo el accidente inicial y un par de incidentes finales. Y, sin embargo, la escritura coetzeeiana nos sacude por su precisión e implacabilidad en la cartografía del desamparo y la cobardía que va realizando capítulo tras capítulo. Todo el patetismo de una vida desaprovechada, parece decirnos Coetzee, cae en la vejez como una especie de peso insuperable, convirtiendo a ésta en una especie de pesadilla ralentizada en la que sólo cabe esperar paralizado y con los ojos muy abiertos la llegada del vacío definitivo.
¿Cómo se llama cuando alguien conoce lo peor de nosotros, lo peor y lo más hiriente, y en vez de soltarlo lo que hace es reprimirlo y seguir sonriéndonos y haciendo bromitas? Se llama afecto ¿Dónde más en el mundo en esta etapa final, va a encontrar usted afecto, feo vejestorio? Sí, yo también estoy familiarizada con esa palabra, feo. Los dos somos feos, Paul, viejos y feos. Y más que nunca nos gustaría llevar en nuestros brazos la belleza del mundo. Ese anhelo nunca muere en nosotros. Pero la belleza del mundo no nos quiere a ninguno de los dos. Así que tenemos que conformarnos con menos, con mucho menos. De hecho tenemos que aceptar lo que se nos ofrece o pasar hambre. Así que cuando una abuelita amable se ofrece para alejarnos de nuestro entorno espantoso y de nuestros sueños imposibles, patéticos e irrealizables, tendríamos que pensarlo dos veces antes de rechazarla.
El hombre lento del título es Paul Rayment, un fotógrafo sexagenario que lleva una vida retirada, sin acontecimientos significativos. A causa de un accidente de tráfico pierde una pierna, acontecimiento que, de golpe, lo traslada de la existencia plana característica de la mediana edad a la tragedia de la senectud. Ya instalado en ella, como si fuera un adolescente absoluto, se enamorará de su enfermera, una mujer casada y con tres hijos que le dejará asomar las narices tímidamente a su vida. Por el medio, una escritora llamada Elizabeth Costello -protagonista de otro libro de Coetzee- se dedicará a exigirle que haga algo además de lamentarse por su mala suerte, y a pedirle que le de ya una dirección a sus actos, que salga cuanto antes de la parálisis física y mental que lo tiene encerrado en su cueva personal. Con estos tres personajes y algún secundario más, Coetzee arma una curiosa reflexión sobre el paso del tiempo y la incapacidad para darle un contenido satisfactorio a nuestra propia vida. Los tres protagonistas se reparten unos curiosos roles en el que destaca sobremanera la escritora Costello -que está escribiendo un libro que contiene párrafos idénticos a los que estamos leyendo-, empeñada en que el hombre lento del título se atreva, ahora que ha entrado en los minutos de la basura existenciales, a hacer algo: declarar su amor, pelear por él, hacer el ridículo ante la familia de su enfermera, o, simplemente, dar el paso de deshacerse de ella y dedicarse a otra cosa. La exasperante incapacidad de éste para hacer nada marca el tono de la narración. Apenas ocurre nada relevante, no hay acción, no hay sacudidas ni giros ni acontecimientos reseñables, salvo el accidente inicial y un par de incidentes finales. Y, sin embargo, la escritura coetzeeiana nos sacude por su precisión e implacabilidad en la cartografía del desamparo y la cobardía que va realizando capítulo tras capítulo. Todo el patetismo de una vida desaprovechada, parece decirnos Coetzee, cae en la vejez como una especie de peso insuperable, convirtiendo a ésta en una especie de pesadilla ralentizada en la que sólo cabe esperar paralizado y con los ojos muy abiertos la llegada del vacío definitivo.
¿Cómo se llama cuando alguien conoce lo peor de nosotros, lo peor y lo más hiriente, y en vez de soltarlo lo que hace es reprimirlo y seguir sonriéndonos y haciendo bromitas? Se llama afecto ¿Dónde más en el mundo en esta etapa final, va a encontrar usted afecto, feo vejestorio? Sí, yo también estoy familiarizada con esa palabra, feo. Los dos somos feos, Paul, viejos y feos. Y más que nunca nos gustaría llevar en nuestros brazos la belleza del mundo. Ese anhelo nunca muere en nosotros. Pero la belleza del mundo no nos quiere a ninguno de los dos. Así que tenemos que conformarnos con menos, con mucho menos. De hecho tenemos que aceptar lo que se nos ofrece o pasar hambre. Así que cuando una abuelita amable se ofrece para alejarnos de nuestro entorno espantoso y de nuestros sueños imposibles, patéticos e irrealizables, tendríamos que pensarlo dos veces antes de rechazarla.
22 de dec. de 2007
el abrazo de fin de año
El viernes fue el último día del trimestre. Tuvimos la típica reunión maratoniana con una legión de padres que aguantaban estoicamente ante las puertas de nuestras clases a que les tocase el turno. Todo dentro de la normalidad, todo encajado en el engranaje de los actos rituales que enmarcan calmadamente el final del año. Al terminar, a eso de las nueve de la noche, hacemos una minifiesta, el asunto del amigo invisible, unos pinchos, cerveza y champán. Los cristales se empañan por la diferencia térmica dentro-fuera, nos reímos, hacemos bromas blandas, jugamos a ser un pequeño gran grupo de gente que -como mínimo- se lleva bastante bien. Al terminar, como todos los años desde que he entrado en el colegio, salimos al exterior con rapidez y nos abrazamos ritualmente en mitad de la noche de diciembre. Sumergidos en el frío invernal, nos transmitimos unos segundos de calor. Brillamos bajo las estrellas por unos instantes. Nos despedimos llevando el calor de los otros con nosotros. En la soledad del coche, agarrado al volante, pienso "abrazadme", "abrazadme". No me dejeis a solas con todo este frío que me habita.
El viernes fue el último día del trimestre. Tuvimos la típica reunión maratoniana con una legión de padres que aguantaban estoicamente ante las puertas de nuestras clases a que les tocase el turno. Todo dentro de la normalidad, todo encajado en el engranaje de los actos rituales que enmarcan calmadamente el final del año. Al terminar, a eso de las nueve de la noche, hacemos una minifiesta, el asunto del amigo invisible, unos pinchos, cerveza y champán. Los cristales se empañan por la diferencia térmica dentro-fuera, nos reímos, hacemos bromas blandas, jugamos a ser un pequeño gran grupo de gente que -como mínimo- se lleva bastante bien. Al terminar, como todos los años desde que he entrado en el colegio, salimos al exterior con rapidez y nos abrazamos ritualmente en mitad de la noche de diciembre. Sumergidos en el frío invernal, nos transmitimos unos segundos de calor. Brillamos bajo las estrellas por unos instantes. Nos despedimos llevando el calor de los otros con nosotros. En la soledad del coche, agarrado al volante, pienso "abrazadme", "abrazadme". No me dejeis a solas con todo este frío que me habita.
19 de dec. de 2007
15 de dec. de 2007
hernán casciari vs rosa montero
El pasado día 11, la escritora Rosa Montero escribía una columna de opinión en el periódico global en español descalificando -globalmente, por supuesto- la serie "Dexter" después de haber visto cinco minutos del primer capítulo. El día 12, Hernán Casciari, en su blog "Espoiler" alojado en las mismas páginas que Rosa Montero hacía una divertida crítica del artículo de la columnista. Para ello "rescataba" en exclusiva un artículo de la abuela de la escritora del año 1917 publicada en el periódico "la vanguardia" en el que se podían leer, entre otras cosas:
Llega un nuevo folletín a mi biblioteca, que fue publicado en doce episodios por la revista rusa El Mensajero, hace ya cuarenta años, con el nombre de Преступление и наказание (aquí, creo, la llamarán Crimen y Castigo y aparecerá en forma de libro a principios de marzo de 1918). Rizando el rizo de la venta al por mayor de la violencia, el protagonista es un muchacho encantador, un asesino sádico la mar de simpático, llamado Raskolnikov, que busca la complicidad del lector. Una complicidad inaceptable.
[...]
En la actualidad de este flamante siglo XX, Howard P. Lovecraft ha escrito sin escrúpulos el asqueroso libro El caso de Charles Dexter Ward, la historia de un hombre degradado física y psicológicamente por su familia, que acaba (¡cómo no!) provocando un baño de sangre. Y lo mismo sucede con este flamante héroe ruso del tal Dostoyevski, este funcionario cruel y morboso llamado Raskolnikov: qué alegría, un soviético psicopáta. Diversión a troche y moche.
[...]
Explotar el sadismo para obtener más ventas literarias se considera de lo más normal, forma parte de ese fofo vale todo en el que vivimos en este nuevo siglo XX tan extraño. A mí, sin embargo, me repele: debo ser demasiado moderna.
En los 250 comentarios que lleva la entrada de Casciari, todo el mundo le viene a decir: la cagaste, te has metido con una de las vacas sagradas del periódico, vete despidiéndote que te echan fijo. ¿Se atreverán a hacerlo? Toda la polémica aquí
El pasado día 11, la escritora Rosa Montero escribía una columna de opinión en el periódico global en español descalificando -globalmente, por supuesto- la serie "Dexter" después de haber visto cinco minutos del primer capítulo. El día 12, Hernán Casciari, en su blog "Espoiler" alojado en las mismas páginas que Rosa Montero hacía una divertida crítica del artículo de la columnista. Para ello "rescataba" en exclusiva un artículo de la abuela de la escritora del año 1917 publicada en el periódico "la vanguardia" en el que se podían leer, entre otras cosas:
Llega un nuevo folletín a mi biblioteca, que fue publicado en doce episodios por la revista rusa El Mensajero, hace ya cuarenta años, con el nombre de Преступление и наказание (aquí, creo, la llamarán Crimen y Castigo y aparecerá en forma de libro a principios de marzo de 1918). Rizando el rizo de la venta al por mayor de la violencia, el protagonista es un muchacho encantador, un asesino sádico la mar de simpático, llamado Raskolnikov, que busca la complicidad del lector. Una complicidad inaceptable.
[...]
En la actualidad de este flamante siglo XX, Howard P. Lovecraft ha escrito sin escrúpulos el asqueroso libro El caso de Charles Dexter Ward, la historia de un hombre degradado física y psicológicamente por su familia, que acaba (¡cómo no!) provocando un baño de sangre. Y lo mismo sucede con este flamante héroe ruso del tal Dostoyevski, este funcionario cruel y morboso llamado Raskolnikov: qué alegría, un soviético psicopáta. Diversión a troche y moche.
[...]
Explotar el sadismo para obtener más ventas literarias se considera de lo más normal, forma parte de ese fofo vale todo en el que vivimos en este nuevo siglo XX tan extraño. A mí, sin embargo, me repele: debo ser demasiado moderna.
En los 250 comentarios que lleva la entrada de Casciari, todo el mundo le viene a decir: la cagaste, te has metido con una de las vacas sagradas del periódico, vete despidiéndote que te echan fijo. ¿Se atreverán a hacerlo? Toda la polémica aquí
14 de dec. de 2007
agujeros
Las semanas de exámenes y evaluaciones me poseen de una manera extraña. El lunes entro en el agujero y el viernes, de pronto, salgo por otro lado. Como en las películas de ciencia ficción en las que hay un puente dimensional, una fractura en el espacio-tiempo o un salto al hiper espacio o que sé yo. Es una sensación extraña. Cinco días sin huella, en un ensimismado torbellino de correcciones, exámenes, discusiones y decepciones. Bueno, sin huella no. Hoy, tras dar las notas de mis asignaturas, la mañana dejaba un reguero de adolescentes dando tumbos entre el llanto y la euforia, entre la ira y la simpatía disimulada, entre el odio y leves síntomas de agradecimiento. Mañana se habrán olvidado del asunto y volverán al vértigo de sus días. Yo ya no recuerdo nada. Es defensa, no es nada personal.
Las semanas de exámenes y evaluaciones me poseen de una manera extraña. El lunes entro en el agujero y el viernes, de pronto, salgo por otro lado. Como en las películas de ciencia ficción en las que hay un puente dimensional, una fractura en el espacio-tiempo o un salto al hiper espacio o que sé yo. Es una sensación extraña. Cinco días sin huella, en un ensimismado torbellino de correcciones, exámenes, discusiones y decepciones. Bueno, sin huella no. Hoy, tras dar las notas de mis asignaturas, la mañana dejaba un reguero de adolescentes dando tumbos entre el llanto y la euforia, entre la ira y la simpatía disimulada, entre el odio y leves síntomas de agradecimiento. Mañana se habrán olvidado del asunto y volverán al vértigo de sus días. Yo ya no recuerdo nada. Es defensa, no es nada personal.
13 de dec. de 2007
8 de dec. de 2007
6 de dec. de 2007
en el balneario
El fin de semana pasado disfruté de una estancia en el balneario de Mondariz gracias al regalo de algunos amigos. Entre baño de agua caliente de madrugada al aire libre y chorro a presión en la espalda medio leo un pequeño libro de Richard Brautigan, una mujer infortunada, una crónica en primera persona del viaje previo a su propio suicidio. El libro, diario más bien, gira en torno a una especie de deriva personal consecuencia de la muerte -por suicidio, también- de la mujer del título. No hay voluntad de estilo alguna. Las digresiones son bastante banales. Una levísima poética del absurdo flota sobre todas las páginas. Anécdotas mínimas ilustran el tramo final de un itinerario vital hecho a ciegas, perdida cualquier esperanza de rumbo. El libro me produce una pena pequeña que pretendo no querer analizar. Sin embargo, paso mucho rato sin nada que hacer en el balneario y le doy bastantes vueltas a las cosas que cuenta Brautigan. A su vida diminuta que me recuerda a un agujero que se cierra o a una cerilla consumiéndose. Sentado sobre chorros de agua caliente que recorren mi espalda o mis piernas, le doy vueltas a la visita de Brautigan a un cementerio japonés en Honolulu. Todo es ridículo y absurdo a partes iguales. Qué más da. Rodeado de gente que desprende el olor característico de la gente que tiene más dinero del que podrá gastar, soy consciente de como el confort material agudiza la sensación de extrañeza. Cubrir necesidades, aplacar anhelos, protegerse de lo imprevisto son las actividades que acaban por vaciar la vida de una parte constitutiva fundamental. En el único café que está cerca del balneario, la noche del sábado estamos cinco personas con la mitad de las luces apagadas. Dos mujeres en la barra hablan muy alto. Una está para el arrastre, la otra la trata con un afecto que habla acerca las dos mucho más de lo que cualquiera de ellas podría decir de sí misma. La que está para el arrastre se cae dos o tres veces de su banqueta. Una de ellas, dice, alto, claro, triunfante, la belleza física, eso no lo es todo, no lo es. Paseando de noche de vuelta a la habitación, el frío levanta finas cortinas de vapor sobre la superficie del río. Me pregunto en qué momento el absurdo devora por completo las cosas. En qué momento uno se cae borracho perdido mientras cree estar soltando el discurso del siglo, iluminado sólo por la mirada de la persona que lo ama. En el balneario las horas pasan despacio. Aparentemente hay tiempo para todo, pero yo lo pierdo en lo de siempre.
El fin de semana pasado disfruté de una estancia en el balneario de Mondariz gracias al regalo de algunos amigos. Entre baño de agua caliente de madrugada al aire libre y chorro a presión en la espalda medio leo un pequeño libro de Richard Brautigan, una mujer infortunada, una crónica en primera persona del viaje previo a su propio suicidio. El libro, diario más bien, gira en torno a una especie de deriva personal consecuencia de la muerte -por suicidio, también- de la mujer del título. No hay voluntad de estilo alguna. Las digresiones son bastante banales. Una levísima poética del absurdo flota sobre todas las páginas. Anécdotas mínimas ilustran el tramo final de un itinerario vital hecho a ciegas, perdida cualquier esperanza de rumbo. El libro me produce una pena pequeña que pretendo no querer analizar. Sin embargo, paso mucho rato sin nada que hacer en el balneario y le doy bastantes vueltas a las cosas que cuenta Brautigan. A su vida diminuta que me recuerda a un agujero que se cierra o a una cerilla consumiéndose. Sentado sobre chorros de agua caliente que recorren mi espalda o mis piernas, le doy vueltas a la visita de Brautigan a un cementerio japonés en Honolulu. Todo es ridículo y absurdo a partes iguales. Qué más da. Rodeado de gente que desprende el olor característico de la gente que tiene más dinero del que podrá gastar, soy consciente de como el confort material agudiza la sensación de extrañeza. Cubrir necesidades, aplacar anhelos, protegerse de lo imprevisto son las actividades que acaban por vaciar la vida de una parte constitutiva fundamental. En el único café que está cerca del balneario, la noche del sábado estamos cinco personas con la mitad de las luces apagadas. Dos mujeres en la barra hablan muy alto. Una está para el arrastre, la otra la trata con un afecto que habla acerca las dos mucho más de lo que cualquiera de ellas podría decir de sí misma. La que está para el arrastre se cae dos o tres veces de su banqueta. Una de ellas, dice, alto, claro, triunfante, la belleza física, eso no lo es todo, no lo es. Paseando de noche de vuelta a la habitación, el frío levanta finas cortinas de vapor sobre la superficie del río. Me pregunto en qué momento el absurdo devora por completo las cosas. En qué momento uno se cae borracho perdido mientras cree estar soltando el discurso del siglo, iluminado sólo por la mirada de la persona que lo ama. En el balneario las horas pasan despacio. Aparentemente hay tiempo para todo, pero yo lo pierdo en lo de siempre.
3 de dec. de 2007
nuevas religiones
Creía que la cita con el dentista era mañana. Creía que el plazo para pagar a hacienda terminaba dentro de dos días. Creía que ya habías ido tú a la compra. Creía que no tenía que recoger la ropa que estaba a secar. Creía que el examen no era hoy. Creía que no tenía que pasar la aspiradora. Creía que el cumpleaños de mi madre era pasado mañana. Creía que la revisión del coche era dentro de cinco mil kilómetros. Creía que la película era la semana que viene. Creía que podía pagar el impuesto de circulación hasta el próximo mes. Creía que si salía a las ocho llegaba de sobra a las ocho y diez. Creía que tú ibas a comprar los regalos. Soy un fanático religioso. Mala cosa.
Creía que la cita con el dentista era mañana. Creía que el plazo para pagar a hacienda terminaba dentro de dos días. Creía que ya habías ido tú a la compra. Creía que no tenía que recoger la ropa que estaba a secar. Creía que el examen no era hoy. Creía que no tenía que pasar la aspiradora. Creía que el cumpleaños de mi madre era pasado mañana. Creía que la revisión del coche era dentro de cinco mil kilómetros. Creía que la película era la semana que viene. Creía que podía pagar el impuesto de circulación hasta el próximo mes. Creía que si salía a las ocho llegaba de sobra a las ocho y diez. Creía que tú ibas a comprar los regalos. Soy un fanático religioso. Mala cosa.