6 de dec. de 2007

en el balneario
El fin de semana pasado disfruté de una estancia en el balneario de Mondariz gracias al regalo de algunos amigos. Entre baño de agua caliente de madrugada al aire libre y chorro a presión en la espalda medio leo un pequeño libro de Richard Brautigan, una mujer infortunada, una crónica en primera persona del viaje previo a su propio suicidio. El libro, diario más bien, gira en torno a una especie de deriva personal consecuencia de la muerte -por suicidio, también- de la mujer del título. No hay voluntad de estilo alguna. Las digresiones son bastante banales. Una levísima poética del absurdo flota sobre todas las páginas. Anécdotas mínimas ilustran el tramo final de un itinerario vital hecho a ciegas, perdida cualquier esperanza de rumbo. El libro me produce una pena pequeña que pretendo no querer analizar. Sin embargo, paso mucho rato sin nada que hacer en el balneario y le doy bastantes vueltas a las cosas que cuenta Brautigan. A su vida diminuta que me recuerda a un agujero que se cierra o a una cerilla consumiéndose. Sentado sobre chorros de agua caliente que recorren mi espalda o mis piernas, le doy vueltas a la visita de Brautigan a un cementerio japonés en Honolulu. Todo es ridículo y absurdo a partes iguales. Qué más da. Rodeado de gente que desprende el olor característico de la gente que tiene más dinero del que podrá gastar, soy consciente de como el confort material agudiza la sensación de extrañeza. Cubrir necesidades, aplacar anhelos, protegerse de lo imprevisto son las actividades que acaban por vaciar la vida de una parte constitutiva fundamental. En el único café que está cerca del balneario, la noche del sábado estamos cinco personas con la mitad de las luces apagadas. Dos mujeres en la barra hablan muy alto. Una está para el arrastre, la otra la trata con un afecto que habla acerca las dos mucho más de lo que cualquiera de ellas podría decir de sí misma. La que está para el arrastre se cae dos o tres veces de su banqueta. Una de ellas, dice, alto, claro, triunfante, la belleza física, eso no lo es todo, no lo es. Paseando de noche de vuelta a la habitación, el frío levanta finas cortinas de vapor sobre la superficie del río. Me pregunto en qué momento el absurdo devora por completo las cosas. En qué momento uno se cae borracho perdido mientras cree estar soltando el discurso del siglo, iluminado sólo por la mirada de la persona que lo ama. En el balneario las horas pasan despacio. Aparentemente hay tiempo para todo, pero yo lo pierdo en lo de siempre.

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