24 de dec. de 2007

j.m. coetzee, hombre lento




El hombre lento del título es Paul Rayment, un fotógrafo sexagenario que lleva una vida retirada, sin acontecimientos significativos. A causa de un accidente de tráfico pierde una pierna, acontecimiento que, de golpe, lo traslada de la existencia plana característica de la mediana edad a la tragedia de la senectud. Ya instalado en ella, como si fuera un adolescente absoluto, se enamorará de su enfermera, una mujer casada y con tres hijos que le dejará asomar las narices tímidamente a su vida. Por el medio, una escritora llamada Elizabeth Costello -protagonista de otro libro de Coetzee- se dedicará a exigirle que haga algo además de lamentarse por su mala suerte, y a pedirle que le de ya una dirección a sus actos, que salga cuanto antes de la parálisis física y mental que lo tiene encerrado en su cueva personal. Con estos tres personajes y algún secundario más, Coetzee arma una curiosa reflexión sobre el paso del tiempo y la incapacidad para darle un contenido satisfactorio a nuestra propia vida. Los tres protagonistas se reparten unos curiosos roles en el que destaca sobremanera la escritora Costello -que está escribiendo un libro que contiene párrafos idénticos a los que estamos leyendo-, empeñada en que el hombre lento del título se atreva, ahora que ha entrado en los minutos de la basura existenciales, a hacer algo: declarar su amor, pelear por él, hacer el ridículo ante la familia de su enfermera, o, simplemente, dar el paso de deshacerse de ella y dedicarse a otra cosa. La exasperante incapacidad de éste para hacer nada marca el tono de la narración. Apenas ocurre nada relevante, no hay acción, no hay sacudidas ni giros ni acontecimientos reseñables, salvo el accidente inicial y un par de incidentes finales. Y, sin embargo, la escritura coetzeeiana nos sacude por su precisión e implacabilidad en la cartografía del desamparo y la cobardía que va realizando capítulo tras capítulo. Todo el patetismo de una vida desaprovechada, parece decirnos Coetzee, cae en la vejez como una especie de peso insuperable, convirtiendo a ésta en una especie de pesadilla ralentizada en la que sólo cabe esperar paralizado y con los ojos muy abiertos la llegada del vacío definitivo.

¿Cómo se llama cuando alguien conoce lo peor de nosotros, lo peor y lo más hiriente, y en vez de soltarlo lo que hace es reprimirlo y seguir sonriéndonos y haciendo bromitas? Se llama afecto ¿Dónde más en el mundo en esta etapa final, va a encontrar usted afecto, feo vejestorio? Sí, yo también estoy familiarizada con esa palabra, feo. Los dos somos feos, Paul, viejos y feos. Y más que nunca nos gustaría llevar en nuestros brazos la belleza del mundo. Ese anhelo nunca muere en nosotros. Pero la belleza del mundo no nos quiere a ninguno de los dos. Así que tenemos que conformarnos con menos, con mucho menos. De hecho tenemos que aceptar lo que se nos ofrece o pasar hambre. Así que cuando una abuelita amable se ofrece para alejarnos de nuestro entorno espantoso y de nuestros sueños imposibles, patéticos e irrealizables, tendríamos que pensarlo dos veces antes de rechazarla.

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