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incendios
En la cola de la charcutería del carrefour hay dos mujeres y un niño de unos seis años. Las dos son parecidas, posiblemente hermanas, una de ellas posiblemente con un pasado difícil: la piel de su cara, su voz rota, la fatiga que desprende su mirada, la forma en que se apoya en el carrito, todo la delata. El niño lleva un gorra puesta del revés. Tiene una cabeza un poco grande, un gesto algo crispado y esa mirada tan habitual en los niños de hoy, lo quiero todo, lo quiero ya. El niño hace rap: "a ver si te enteras, que soy un guaperas", "a ver si te enteras, que son 20 mesas". La posible tía lo aplaude y anima a que prosiga con su concierto. La posible madre, doblada sobre el carrito, habla a su público -sus compañeros de cola- como si fuera la madre de Ronaldinho, de Dani Pedrosa, de Rafa Nadal y de Fernando Alonso: "le encanta el rap; se pasa el día oyendo a estopa y al canto del loco; hace unas rimas fantásticas". El niño se larga a correr por los pasillos del carrefour. Aparece el posible padre del chaval y juntos se confiesan ante la posible tía: "es insoportable pero tiene buen corazón, en clase los profesores no lo aguantan pero él es bueno, lo que pasa es que no sabe controlarse, los compañeros le pican y el siempre carga con todas las culpas...". Ay, cómo me suena todo éso. "A veces deberíamos castigarlo" dice la madre. "Sí", dice el padre mientras mira para el suelo.

Últimamente en cada conversación ajena veo un incendio. En cada niño de seis años en el que el deseo, la ira y la ansiedad forman un cóctel explosivo. En cada adolescente saturado por su insoportable individualidad y por la necesidad de satisfacción instantánea que busca en todo lo que le rodea. En cada pareja que veo abrazarse como si fueran a estrangularse en cualquier momento. En cada familia que me cruzo sobrepasada por la realidad del día a día, oculta tras un carro de la compra demencialmente sobrecargado. En cada grupo de chavales que convierten la energía que se desprende del aburrimiento en violencia absurda. A veces creo que todo está ardiendo, que todo el mundo se da cuenta y que sólo esperamos que las llamas y el olor a chamuscado no nos afecten en demasía.

Al llegar a la caja me atiende una chica con un levísimo acento argentino o uruguayo. Es educada y cordial, lo cual, dada la hora y todo el tiempo que debe llevar en su puesto, tiene un mérito increíble. En su mirada creo entrever los restos de un incendio. Y el brillo de quien cree haber encontrado una pista para recuperar algo que ha perdido.

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