Un recuerdo persistente de mi infancia, de esos que dejan una huella profunda y que uno, en su entrañable estupidez toma por una "enseñanza de vida" tiene que ver con los últimos días de verano y las olas más altas de lo normal derivadas del paso a la estación otoñal. Recuerdo que, durante los días iniciales de Septiembre, era frecuente jugar a coger olas en la playa. Si bien durante el verano esta actividad se convertía en una excusa placentera para pasarse las tardes subido a una balsa de goma o a un colchoneta meciéndose bajo el sol de los meses de Julio o Agosto, al llegar el otoño la cosa tenía algo más de miga. Una estrategia básica consistía en saber identificar de un vistazo el punto aproximado donde rompería la ola, calcular si desde la posición cogida en la orilla uno llegaría a tiempo para subirse a ella y, por último, dejarse arrastrar a lomos de la cresta de vuelta a la orilla. Si por cualquier cosa uno se quedaba a medias y no llegaba más allá del punto de rompiente y la ola era algo más grande de lo que parecía de lejos, el resultado estaba claro: uno acababa envuelto en una especie de centrifugado a base de arena y agua de mar, tragando líquido hasta por las orejas, arrastrado en el tramo final por la arena de la playa y mareado por los interminables segundos de desorientación y vueltas sin límites.
A veces, enfrentado a algunas situaciones problemáticas me vienen a la cabeza las sensaciones previas a la decisión de "voy" o "no voy". Veo la ola a lo lejos y creo sinceramente que, como el niño de ocho años que fui hace mil, podré llegar a tiempo y dejarme llevar plácidamente hasta la orilla sobre su cresta. Sin embargo lo más frecuente es que acabe magullado, mareado y dolorido, como el resto de un naufragio llevado a rastras hasta la playa. ¿La lección de todo ésto? No son las olas, no son las olas.
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