la nochevieja de boris
Mientras algunos tarados como yo echan chispas por motivos tan "graves" como la aberrante decoración navideña de su ciudad, gente como boris matijas tiene que hacer colas de varias horas para conseguir un papelote (solicitado hace siete meses) que le permita volver a España cuando vuelva de pasar unos días en su tierra natal. Hoy sábado le tocará, a él y a varios cientos de personas, hacer la misma vigilia a las puertas de un edificio en el que el funcionario previsor de turno ha dejado a tres personas atendiendo el chiringuito. Mientras algunos estaremos dedicando el día a vivir despreocupadamente (tal y como corresponde a un 31 de diciembre), otros muchos, ciudadanos españoles (y europeos, por tanto) con los papeles en regla que pagan sus impuestos, tienen sus contratos laborales, contribuyen a la seguridad social, etc etc, estarán perdiendo horas y horas expuestos al frío por la incompetencia de una administración que, en sus múltiples vicios y desigualdades de trato, retrata con exactitud a la triste sociedad de la que ha surgido.
En fin. Boris, si es posible, feliz 2006.
31 de dec. de 2005
29 de dec. de 2005
tópicos climatológicos
Hoy por la tarde, una gruesa capa de niebla se ha depositado sobre la Avenida del Aeropuerto. Siempre que ocurre algo así, esta vía, escaparate de algunos de los crímenes urbanísticos más crueles de una ciudad ya de por sí bastante propensa a ellos, adquiere una extraña nueva dimensión. Su fealdad habitual es sustituida por una especie de fantasmagórica ausencia. A duras penas se ve algo más allá de las aceras y las farolas. Los muros se adivinan con dificultad. Las siluetas de las casas se difuminan, y más allá de la segunda línea de construcción, todo se confunde con el telón grisáceo. La pérdida de perspectiva se traduce en un descanso para los ojos. La carretera adquiere un insospechado dramatismo balsámico. Al llegar a casa, aspiro ese aire húmedo capaz de traer brevemente algunos instantes de belleza a esta avenida. Camuflado en medio de la masa nubosa soy consciente de que, pese a todo lo que disfruto de los tiempos soleados, no podría soportar una vida en la que no hubiera días como éstos, brumosos, melodramáticos, cargados artificialmente de misterio. Tópicos.
Hoy por la tarde, una gruesa capa de niebla se ha depositado sobre la Avenida del Aeropuerto. Siempre que ocurre algo así, esta vía, escaparate de algunos de los crímenes urbanísticos más crueles de una ciudad ya de por sí bastante propensa a ellos, adquiere una extraña nueva dimensión. Su fealdad habitual es sustituida por una especie de fantasmagórica ausencia. A duras penas se ve algo más allá de las aceras y las farolas. Los muros se adivinan con dificultad. Las siluetas de las casas se difuminan, y más allá de la segunda línea de construcción, todo se confunde con el telón grisáceo. La pérdida de perspectiva se traduce en un descanso para los ojos. La carretera adquiere un insospechado dramatismo balsámico. Al llegar a casa, aspiro ese aire húmedo capaz de traer brevemente algunos instantes de belleza a esta avenida. Camuflado en medio de la masa nubosa soy consciente de que, pese a todo lo que disfruto de los tiempos soleados, no podría soportar una vida en la que no hubiera días como éstos, brumosos, melodramáticos, cargados artificialmente de misterio. Tópicos.
paul hornschemeier, madre, vuelve a casa
Thomas tiene siete años. Cuando su madre muere asiste al lento pero imparable proceso de descomposición emocional de su padre, Steve, un reputado lógico que, de pronto, debe hacer frente al sinsentido más absoluto. Toda la historia se narra con una frialdad algo extraña. La paleta de colores que emplea el autor, pálidos, sin vida, que convierten las páginas en algo parecido a telas decoloradas por muchos lavados, acentúa la sensación de distancia. Nadie grita, nadie llora, nadie monta escenas. No hay concesiones a los gestos melodrámaticos. El padre, retratado en un estado de inmovilidad reflejo del caos interior que lo paraliza por completo, va dejando la realidad suave pero tenazmente mientras Thomas, entregado a conservar la memoria de su madre, se esfuerza por volver a trazar el mapa de su propia normalidad. Hay algunos personajes secundarios que vemos también como de lejos, como líneas tangentes al círculo inmenso que forman las soledades de padre e hijo. La contentión narrativa, desarrollada en una meticulosa planificación de cada página (que, inevitablemente, recuerda a chris ware), la asepsia emocional que se desprende de sus parcos diálogos, la eliminación de cualquier gesto superfluo, crean una atmósfera doliente en la que el dramatismo se adivina en todo lo que se obvia, en la que el sufrimiento, a base de no ser expresado produce una tensión absoluta que se resuelve con una escalofriante brillantez en sus últimas páginas. Con la precisión matemática de un cirujano del alma, Hornschemeier hunde su bisturí en conceptos como la pérdida, la soledad o la locura, aunque su incisión está muy lejos de proporcionar cualquier clase de aproximación a una cura. Más bien, todo lo contrario.
Thomas tiene siete años. Cuando su madre muere asiste al lento pero imparable proceso de descomposición emocional de su padre, Steve, un reputado lógico que, de pronto, debe hacer frente al sinsentido más absoluto. Toda la historia se narra con una frialdad algo extraña. La paleta de colores que emplea el autor, pálidos, sin vida, que convierten las páginas en algo parecido a telas decoloradas por muchos lavados, acentúa la sensación de distancia. Nadie grita, nadie llora, nadie monta escenas. No hay concesiones a los gestos melodrámaticos. El padre, retratado en un estado de inmovilidad reflejo del caos interior que lo paraliza por completo, va dejando la realidad suave pero tenazmente mientras Thomas, entregado a conservar la memoria de su madre, se esfuerza por volver a trazar el mapa de su propia normalidad. Hay algunos personajes secundarios que vemos también como de lejos, como líneas tangentes al círculo inmenso que forman las soledades de padre e hijo. La contentión narrativa, desarrollada en una meticulosa planificación de cada página (que, inevitablemente, recuerda a chris ware), la asepsia emocional que se desprende de sus parcos diálogos, la eliminación de cualquier gesto superfluo, crean una atmósfera doliente en la que el dramatismo se adivina en todo lo que se obvia, en la que el sufrimiento, a base de no ser expresado produce una tensión absoluta que se resuelve con una escalofriante brillantez en sus últimas páginas. Con la precisión matemática de un cirujano del alma, Hornschemeier hunde su bisturí en conceptos como la pérdida, la soledad o la locura, aunque su incisión está muy lejos de proporcionar cualquier clase de aproximación a una cura. Más bien, todo lo contrario.
28 de dec. de 2005
henri roorda, mi suicidio
Con la excusa de su próximo suicidio, el escritor francés Henri Roorda dejó escrito poco antes de su muerte voluntaria un pequeño opúsculo en el que expone brevemente su visión sobre la vida, la especie humana, el mundo, la moral, el trabajo, la sociedad, el sexo y, por supuesto, la muerte. El libro, que a ratos quiere ser una especie de tratado básico sobre la existencia, y a ratos una justificación -que no justifica nada, por otro lado- del suicidio, se lee con una mezcla de fascinación y escepticismo. Los motivos para dicho suicidio -que finalmente llevó a cabo en Noviembre de 1925, al poco de escibir el libro- resultan poco convincentes, y conducen, inevitablemente a sonreírse cada vez que son enumerados. Sin embargo, su ácida mirada sobre los fundamentos de la sociedad humana a partir de la muy freudiana idea de la represión de los instintos (el libro recuerda en varias ocasiones al magistral ensayo "el malestar en la cultura") y sus tóxicas observaciones sobre binomios como juventud-vejez, contención-goce, ahorro-despilfarro o trabajo-ocio entre otros, convierten su lectura en una experiencia absorbente y gratificante. Desigual pero brillante, con la punta de su escritura algo roma en ocasiones pero extraordinariamente punzante en otras, este libro (librito: 59 páginas) es un bonito regalo para quien quiera animar a todos aquellos que, como yo, están saturados de estas fiestas desde que el quince de Octubre algunas tiendas colgaron el cartel de "feliz Navidad" en sus vitrinas.
Con la excusa de su próximo suicidio, el escritor francés Henri Roorda dejó escrito poco antes de su muerte voluntaria un pequeño opúsculo en el que expone brevemente su visión sobre la vida, la especie humana, el mundo, la moral, el trabajo, la sociedad, el sexo y, por supuesto, la muerte. El libro, que a ratos quiere ser una especie de tratado básico sobre la existencia, y a ratos una justificación -que no justifica nada, por otro lado- del suicidio, se lee con una mezcla de fascinación y escepticismo. Los motivos para dicho suicidio -que finalmente llevó a cabo en Noviembre de 1925, al poco de escibir el libro- resultan poco convincentes, y conducen, inevitablemente a sonreírse cada vez que son enumerados. Sin embargo, su ácida mirada sobre los fundamentos de la sociedad humana a partir de la muy freudiana idea de la represión de los instintos (el libro recuerda en varias ocasiones al magistral ensayo "el malestar en la cultura") y sus tóxicas observaciones sobre binomios como juventud-vejez, contención-goce, ahorro-despilfarro o trabajo-ocio entre otros, convierten su lectura en una experiencia absorbente y gratificante. Desigual pero brillante, con la punta de su escritura algo roma en ocasiones pero extraordinariamente punzante en otras, este libro (librito: 59 páginas) es un bonito regalo para quien quiera animar a todos aquellos que, como yo, están saturados de estas fiestas desde que el quince de Octubre algunas tiendas colgaron el cartel de "feliz Navidad" en sus vitrinas.
la imposibilidad de una ciudad
La ciudad en la que vivo es, habitualmente, fea, ruidosa, caótica, nerviosa y con frecuencia algo desquiciante. De un tiempo a esta parte, nuestra alcaldesa se ha empeñado en convertirla además en un símbolo de sus propios complejos, en una franquicia de un determinado gusto que combina lo peor del estilo "gente bien" clásico con ciertos toques de supuesta "modernidad". Después de llenar la ciudad de un tropel de plantas y flores sin orden ni concierto y de rematar las tareas de peatonalización iniciadas por el gobierno anterior incluyendo maceteros, recercados, peanas, palmeras y mobiliario urbano del estilo "poner-los-pelos-de-punta", ha encontrado en la Navidad la excusa perfecta para convertir las calles en un delirio que da cuenta, fundamentalmente, de sus taras mentales y, sospecho, de sus traumas de infancia. A las chorradas luminosas de años anteriores (velas, botas, estrellas, abetos) ha añadido un catálogo de majaderías que no tiene desperdicio: renos, trineos, muñecos de nieve, palmeras fluorescentes, mantos luminosos por doquier y, por supuesto, esa manía que heredan unos alcaldes de otros: poner música a todo volumen en las calles consideradas de primera división (en el extrarradio nos salvamos). El resultado es que si uno se da una vuelta corre el riesgo de cogerse un cabreo de esos que conducen a cometer una barbaridad (hace dos días la policía detuvo a tres chicos por robar uno de los renos navideños) o a ponerse malo como consecuencia de la transformación de la propia sange en vinagre.
(En breve, un par de fotos del desaguisado)
La ciudad en la que vivo es, habitualmente, fea, ruidosa, caótica, nerviosa y con frecuencia algo desquiciante. De un tiempo a esta parte, nuestra alcaldesa se ha empeñado en convertirla además en un símbolo de sus propios complejos, en una franquicia de un determinado gusto que combina lo peor del estilo "gente bien" clásico con ciertos toques de supuesta "modernidad". Después de llenar la ciudad de un tropel de plantas y flores sin orden ni concierto y de rematar las tareas de peatonalización iniciadas por el gobierno anterior incluyendo maceteros, recercados, peanas, palmeras y mobiliario urbano del estilo "poner-los-pelos-de-punta", ha encontrado en la Navidad la excusa perfecta para convertir las calles en un delirio que da cuenta, fundamentalmente, de sus taras mentales y, sospecho, de sus traumas de infancia. A las chorradas luminosas de años anteriores (velas, botas, estrellas, abetos) ha añadido un catálogo de majaderías que no tiene desperdicio: renos, trineos, muñecos de nieve, palmeras fluorescentes, mantos luminosos por doquier y, por supuesto, esa manía que heredan unos alcaldes de otros: poner música a todo volumen en las calles consideradas de primera división (en el extrarradio nos salvamos). El resultado es que si uno se da una vuelta corre el riesgo de cogerse un cabreo de esos que conducen a cometer una barbaridad (hace dos días la policía detuvo a tres chicos por robar uno de los renos navideños) o a ponerse malo como consecuencia de la transformación de la propia sange en vinagre.
(En breve, un par de fotos del desaguisado)
resumen del año que termina
Envejezco... envejezco...
Tengo que llevar vueltas en los bajos de los pantalones
¿Me saco raya en el pelo por detrás? ¿Me atrevo a
comerme un melocotón?
Me pondré pantalones blancos de franela, y pasearé por
la playa.
He oído a las sirenas cantándose unas a otras.
No creo que me canten a mí.
Las he visto cabalgar en las olas mar adentro
peinando el blanco pelo de las olas echando atrás
cuando el viento sopla el agua hasta ponerla blanca y
negra.
Nos hemos demorado en las cámaras del mar
junto a ondinas enguirnaldadas de algas, en rojo y pardo,
hasta que nos despierten voces humanas y nos ahoguemos.
[T. S. Eliot, párrafo final de la canción de amor de Alfred J. Prufock, en versión de J.M. Valverde]
Envejezco... envejezco...
Tengo que llevar vueltas en los bajos de los pantalones
¿Me saco raya en el pelo por detrás? ¿Me atrevo a
comerme un melocotón?
Me pondré pantalones blancos de franela, y pasearé por
la playa.
He oído a las sirenas cantándose unas a otras.
No creo que me canten a mí.
Las he visto cabalgar en las olas mar adentro
peinando el blanco pelo de las olas echando atrás
cuando el viento sopla el agua hasta ponerla blanca y
negra.
Nos hemos demorado en las cámaras del mar
junto a ondinas enguirnaldadas de algas, en rojo y pardo,
hasta que nos despierten voces humanas y nos ahoguemos.
[T. S. Eliot, párrafo final de la canción de amor de Alfred J. Prufock, en versión de J.M. Valverde]