la vida íntima de los supermercados
Las terceras semanas de cada mes da gusto ir a hacer la compra sobre las ocho-nueve de la noche en el Carrefour: cajas desiertas, ausencia de colas en la charcutería, poquísima gente recorriendo los pasillos. Hoy, mientras pensaba en todo ésto mientras me cortaban un poco de jamón cocido, pasó por delante de mí una señora de esas que cuando salen de casa uno no es capaz de distinguir si van de madrinas a una boda, si inauguran una tienda de moda o si simplemente van a hacer la compra de la semana. Dicha señora se paró un rato delante de mí y al poco siguió su camino. Aproveché para moverme un metro y, de pronto, me encontré inmerso en una atmósfera de perfume caro intenso. Fue como si de pronto me hubiera puesto su ropa, sus collares, sus pulseras doradas, su crema antiarrugas con retinol pro-A. Me sentí como si, súbitamente, se hubiera abierto una puerta que me conectaba directamente con su vestidor. Un mareo tremendo, vamos. La señora continuó su camino. A poca distancia, un hombre algo cabizbajo arrastraba un carro lleno hasta los topes. El también dejaba tras de sí un olor peculiar: el del hastío absoluto.
(En la caja con sólo dos clientes, la chica que estaba cobrando me dio las buenas noches marcando exageradamenta la distancia tonal entre el "buenasno" y el "ches". Tenía los ojos muy abiertos y la típica sonrisa consciente de su propia falsedad. Me pareció que tampoco es cuestión de mostrarse tan abiertamente hostil y pensé en cómo se comportará cuando llegue la primera semana de noviembre y haya 30 personas de forma continuada delante de su caja.)
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