24 de dec. de 2004

el asombro
cuando era más joven detestaba la navidad con una energía que aún hoy me sorprende; tenía mil argumentos expresados de manera incendiaria para aquellos pobres desgraciados que se atrevían a preguntarme que opinaba de estas "fiestas": el derroche de sentimentalismo hipócrita, las ilusiones infantiles como excusa para hacer cajas desorbitadas en toda clase de tiendas, el asalto de la decoración babosa a las calles de las ciudades, la música insoportable típica de la época, la apropiación religiosa de un culto pagano vinculado al cambio de estación, la sonrisita estúpida de la gente que, sin saber lo que te dice, balbucea el típico "felices fiestas", los telemaratones presentados por famosos-grimosos, la repetición hasta la náusea de películas y series ñoñas, la sobredosis de celebraciones familiares, los desmanes alimentarios, la sensación de derroche absurdo que transmiten todos esos envolotorios y embalajes que desbordan los cubos de basura, etc, etc...

sin embargo, tanto odio no es sostenible mucho tiempo; con los años me he vuelto discretamente indiferente al exceso baboso de estos días; si alguien que aprecio me felicita las fiestas le doy un abrazo sincero procurando evitar la fórmula de felicitación estándar, si me hablan de regalos cambio de tema habilmente, si de fiestas me invento excusas sobre el desorden monstruoso de mi casa y la necesidad de encerrarme en ella para repararlo, si me comentan lo bonitas que están las calles, lo entrañables que son los belenes municipales o los villancicos que salpican las calles más céntricas, miro hacia el suelo y comento lo sucias que están las acera y que alguien debería ocuparse de ellas;

secretamente, confiaba en que la estupidez mayúscula que se esconde detrás de la palabra "navidad" se hiciera evidente por su propio tamaño, que la gente fuera dejando de lado las celebraciones asociadas a ella, que los niños que iban creciendo se murieran de asco al pensar en ese señor de barbas inventado por coca cola, que el mundo, en fin, abandonaría las navidades por puro sentido común; con lo que no contaba es con que la densidad de estupidez planetaria fuera en aumento a lo largo de los años, con que esa ola de miseria moral, indigencia intelectual y abandono de todo lo que podemos considerar éticamente necesario, fuera en aumento exponencial durante los últimos años, y, que, por encima, precisase de una celebración anual que entronizara todos esos valores negativos baja la máscara de la tradición familiar y los buenos sentimientos impostados;

por lo tanto, observo derrotado que la navidad ha alcanzado un estado climático (de clímax, ojo): empieza a finales de octubre y su onda expansiva llega hasta febrero; es la síntesis perfecta de mercadotecnia y sentimentalismo, el paroxismo de cierta necesidad que hasta las personas más indignas tienen de presentar una cara amable al menos una vez al año ante los demás, la debacle de cualquier atisbo de racionalidad, el éxtasis místico de todos nosotros, compradores compulsivos cuyo lema es "un día es un día"; la navidad es el escaparate triunfante de una visión muy concreta y absolutamente dominante de contemplar el mundo: la vida como supermercado, las relaciones personales en términos de conflictos y dominio, la tarjeta de crédito y el teléfono móvil como portadores de nuestra identidad, la hipocresía como sinónimo de autenticidad, el escapismo a través del consumo desaforado como estrategia vital para olvidarse de la realidad y la anestesia como forma de estar en el mundo;

pues eso, que, con los años, me he refugiado en la indiferencia; no hay nada tan descansado como ello, ni tan patético;

actualización: en el blog de dot encuentro esta imagen: ¡no estoy solo!




actualización (II): un texto para leer estas navidades; se disfruta mucho con él

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