En 1942, un Schumpeter sin idealismo sentenciaba que la democracia es un régimen de "competencia por el caudillaje político" a través del voto. Todavía hoy la definición de democracia (de lo que entendemos por democracia) sigue siendo la de este desengaño. Es lo que llamamos democracia competitiva. Para sorpresa de lo que cabría esperar de un economista de formación neoclásica, la democracia no se articula a partir de la decisión racional del pueblo, o más precisamente del elector. Según Schumpeter -y como saben todos los políticos prácticos de antes y después- en política el ciudadano desciende a un nivel inferior de prestación normal, se infantiliza a una forma que no podría aceptar en la esfera de sus intereses efectivos.
El punto de origen de la democracia no es por tanto el ciudadano, sino la institución, en este caso la representación. La democracia es el sistema que permite a las élites partidarias competir por el voto del pueblo. Lo que se pone primero no es la elección de representantes, sino la captación de votos por parte de minorías. La democracia queda así definida a partir de un modus procedendi, que permite una validación apropiada del "caudillaje". Lo que distingue esta definición procedimental de aquella de la generación anterior (como Kelsen) es que la función primaria del voto no reside en la representación: el voto del electorado está dirigido a formar o crear un gobierno, lo que ocurre directamente en EEUU e indirectamente en Europa a través del parlamento. Lo fundamental, en cualquier caso, es elegir o formar gobierno, no un "parlamento de representantes". Schumpeter no esconde que la democracia moderna es una oligarquía competitiva, cuando no un cesarismo temporal, como resulta patente en las elecciones presidencialistas.
Extraído de "La política contra el estado. Sobre la política de parte"
Emmanuel Rodríguez López
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