9 de mar. de 2009

gran torino: historia de un (otro) doblaje criminal
El otro día fui al cine a ver gran torino la última película de Clint Eastwood. Está bastante bien, Clint se autoparodia como justiciero seudofascista, se ríe un poco de los viejos medio gagás que votan a los republicanos y sueltan frases como "estas son las cosas que hacen grande a este país", y hace su pequeña aportación a ese gesto tan bonito que es aceptar el mundo que está ya encima de nosotros (habitualmente éramos nosotros los que estábamos sobre él, pero esa es otra historia), lleno de inmigrantes asiáticos y tradiciones culturales que, gracias a al arte de la gastronomías podemos comprender en unas pocas lecciones. Bien alto. Suena a despedida y a canto del cisne y a testamento cinematográfico en plan "que otros sigan, yo ya no doy más de mí, estoy viejo, agotado, quiero morir tranquilo". Pero no son las virtudes cinematográficas de la película (básicamente una: te ríes bastante) lo que quiero glosar aquí, sino el delito que supone el doblaje cuando uno va a ver una película extranjera.

Veamos. Uno paga por ver a unos actores actuar de acuerdo a un guión más o menos decente. De eso va el cine. Parte de la actuación es el cómo hablan. Parte fundamental de su presencia escénica, diría yo, por eso odio vehementemente a Penélope Cruz, por poner un ejemplo sin maldad. El actor, dicen los entendidos, debe quemar la pantalla con su presencia. Debe abrasar nuestros ojos. Pero claro. Si uno se enfrenta a Clint Eastwood con todas esas arrugas que dicen "confieso que he vivido", con ese ceño fruncido y esa mirada de ira angustiada, lo último que espera es que abra la boca y uno escuche a Constantino Romero (que tiene una voz bastante guay, pero no). Y claro. Si uno no paga por escuchar a CR (ya puede hacerlo gratis gracias a la publicidad de colchones Lomónaco), ya no digamos a la banda de dobladores tarados que se encargan del resto del reparto, en especial de los pandilleros coreanos e hispanos, que hablan de una manera tan marciana que uno no sabe si realmente está perdido en la traducción o si la traducción lo va a perder a uno de un momento a otro.

Si la excusa es mejorar la comprensión de la película, alguien debería decir a los responsables de doblaje que en realidad lo que están haciendo es levantar un muro insalvable entre ella y el espectador. El doblaje, de hecho, es un muro que no hay forma de esquivar. Se te cae encima continuamente, cada palabra como un ladrillo en los oídos (perdón por la metáfora barata). Al primer minuto ya estás fuera de la película, sintiéndote estafado, timado, engañado y a punto de morir ahogado por el derrumbamiento. Después de dos horas tienes ganas de levantarte de la butaca, acercarte a la pantalla y decir alguna barbaridad. Pero no, te lo tragas todo. Llegas entonces a casa y, tras poner el bittorrent a funcionar, mientras escuchas los mensajes institucionales contra las descargas ilegales, sonríes para ti mientras piensas, ésta va por timarme siete euros, de nuevo.

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