apología de las cosas que detesto
De toda la vida he tenido averiada esa cosa que llaman "intuición". Esa capacidad de analizar lo que ocurre a tu alrededor saltándose todos los pasos lógicos en fracciones de segundo. De toda la vida he tenido bajo sospecha mi propio sentido del gusto. Siempre que algo me ha entusiasmado instantáneamente en un momento dado ha resultado ser al final una puta mierda. Casi todo lo que me ha emocionado en distintas fases de mi vida no ha resistido una segunda lectura, una visión más profunda, una revisión a fondo, yo que sé, la erosión del tiempo, los embates de las dudas razonables, el cuestionamiento de los tipos que son más listos que yo. Una de mis esperanzas juveniles era que el tiempo iría reajustando esa maquinaria averiada de fabricar intuiciones. Pero mi sorpresa no hace sino aumentar con la edad. Cada vez soy peor, menos de fiar. Doy tumbos y lanzo opiniones que sé equivocadas al poco de emitirlas. Digo cosas de las que me arrepiento rápidamente. Emito juicios insostenibles sin pensármelo demasiado. Los cimientos que sostienen mis razonamientos son de mantequilla. El núcleo de mis creencias tiene la consistencia de una pompa de jabón. A causa de ello he acabado adquiriendo una relación afectuosa con todas las cosas que he amado inicialmente para terminar detestando a la postre. Me han hecho avergonzarme de mí mismo tantas veces que de la mano de ellas he aprendido a conocerme con mucha más honestidad de la que lo hubiera hecho de acertar de forma continua. Meter la pata millones de veces es lo más parecido a un triunfo. Me gusta pensar que a la larga sienta mejor. Me gusta pensar que sólo me engaño lo justo a mí mismo. Y también.
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