28 de nov. de 2007

La primera hora de la mañana es una pequeña explosión de frío en la cara, una bola de nieve imaginaria, sin nieve, que impregna el cuerpo de una sustancia pegajosa. La segunda hora de la mañana es una clase vacía y ligeramente tibia que sustituye el silencio por otra cosa algo mejor. La tercera hora de la mañana es un cansancio que asoma la nariz ligeramente y luego se retira con gesto amenazante. La cuarta hora de la mañana es el resto de una nube de café en la boca, los fragmentos de una conversación acelerada deshaciéndose alrededor como pequeños ladrillos de un edificio en demolición. La quinta hora de la mañana es un movimiento que da pereza realizar, una palabra que cuesta más de la cuenta decir, algunos gestos que han sido descartados por economía. La sexta hora de la mañana es una perspectiva de conjunto sobre lo hecho, una recapitulación de expresiones prescindibles, un vistazo sobre un montón de insignificancias dichas enfáticamente. La séptima hora de la mañana. Esa no está mal. Habitualmente es olor a comida en una calle entre aire frío y ruido de coches.

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