26 de nov. de 2007

evolución
Tengo reunión con algunos padres de mi tutoría. Es una rutina en mi trabajo que antes veía con cierta fatiga previa y que ahora disfruto moderadamente. Al dar clase es inevitable simpatizar con los adolescentes, incluso en sus peores momentos transmiten todo eso que uno echa de menos en su propia existencia. Digamos que desprenden de forma continua (y aunque no sean conscientes de ello) una pasión desmesurada por la vida, no en sus palabras sino en sus actos, no en lo que dicen o callan sino en las cosas que hacen y también en las que dejan de hacer. Pero a lo que iba. Anteriormente mi simpatía se extendía sobre la mayoría de mis alumnos, mientras que reservaba para sus padres una especie de atenta indiferencia educada. Mi manera gilipollas de creerme mejor o por encima de ellos, como si pudiera. Actualmente comparto simpatías casi a partes iguales. Hay algo conmovedor en ellos. Aparecen por la puerta a la hora prevista. Les cuento cómo están las cosas. Sus miradas traslucen todas las emociones posibles en pocos instantes. Pueden ser adultos desencantados con sus vidas, personas enfangadas en rutinas que ocultan por acumulación el absurdo de una existencia normal, incluso pueden aparentar cierto desprecio hacia el colegio, hacia mí, hacia sus propios hijos, pero detrás de todos ellos, cuando se habla de esos mismos hijos, late el corazón angustiado y orgulloso del adolescente que fueron, el mismo que trata de guiar, guardar y proteger al adolescente que ahora vive con ellos. Y en esa evidencia de que en su miedo y en su necesidad de protección no dejan de ser los adolescentes que fueron, en esa prueba radical de que no se han rendido todavía, hay un abismo luminoso al que me gusta asomarme.

[Escribió Goethe "es profesor el que, no sabiendo hacer una cosa, la enseña". Nunca creí encajar con tanta exactitud en una definición.]

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