5 de set. de 2007

aviones que vuelan, gente que mira
Mientras septiembre extiende una agradable prórroga al tiempo natural del verano aprovecho para poner un poco de orden en casa tras una temporada esquivando la labor. Limpio, plancho, hago lavadoras, hago recados, alegro la vida de los supermercados de alrededor, me ahogo en una tormenta de pequeñas banalidades necesarias. Tras el paréntesis vacacional las rutinas de todo el año vuelven a su lugar. Cuesta rehacer las inercias, adaptarse a los viejos horarios, dejar de ver adictivas series mediocres de televisión hasta altas horas de la madrugada (mi último vicio estúpido: 6 grados), perder el tiempo con la ligereza de la infancia y el sentido de culpa de los gilipollas.

En medio de tanto trasiego paso unas cuantas veces por delante del aeropuerto de Peinador -vivo bastante cerca-, y, en todas ellas, como siempre, encuentro gente que mira cómo despegan y aterrizan los aviones. Un puesto de rosquillas situado estratégicamente indica que la actividad genera movimiento suficiente para dar cabida a pequeños negocios. Los aviones pasan cada diez, quince o veinte minutos. El ruido de las turbinas ahoga cualquier otro sonido y deja al espectador aturdido, como bajo los efectos de alguna droga. Me gustan los dos espectáculos, los inmensos aviones ligeros como confetti, las personas diminutas, ancladas a las vallas que cierran el aeropuerto, mirando aviones que vuelan como si el tiempo estuviera detenido, una mano en una rosquilla, la otra tapándose los ojos para no deslumbrarse con el sol. Secretamente deseo unirme a ellos, pero algo en la soledad de las figuras termina siempre por alejarme. Hay soledades atractivas y otras que te hacen echar a correr. O a volar.

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