castración química
Dentro de la variada gama de barbaridades que he podido leer/escuchar este verano por boca de los políticos propios y de los foráneos, reconozco un grado extra de estupefacción y horror ante dos momentos concretos: la entrevista, hace casi un mes, a Fraga en el diario "El País" (en la cual el exministro franquista de Información y Turismo se saca todas sus raídas máscaras de demócrata-a-la-fuerza) y la "brillante" idea de ese neocon francés con ropajes populistas de castrar químicamente a los responsables de delitos sexuales. Lo asombroso de esta idea que nos devuelve a unos cuatro mil años atrás en el curso de la historia (el código Hammurabi, 1790 a.C.) y que convierte a la justicia en una caricatura macabra de lo que debe ser, es que ha tenido un eco sorprendente por estas tierras. Una legión de "periodistas" y "pensadores" se han puesto a discutir sobre los posibles beneficios y perjuicios de semejante disparate como si fuera una "idea" en realidad y no uno más de los eructos del presidente francés tras una comida copiosa. ¿Alguien se imagina al presidente del gobierno pidiendo que consideremos que se le corten las manos a los ladrones o que se le saquen los ojos a los que ven pornografía infantil? ¿Alguien se imagina que pueda haber discusión sobre algo semejante? Por si los afines al presidente francés andan escasos de recursos, ahí van algunas líneas del citado código de Hammurabi que les pueden servir de inspiración:
_ Si un hombre ha ejercido el bandidaje y se le encuentra, será condenado a muerte.
_ Si un hombre ha acusado a otro hombre y le ha atribuido un asesinato y éste no ha sido probado en su contra, su acusador será condenado a muerte.
_ Si un hombre ha reventado el ojo de un hombre libre, se le reventará un ojo.
_ Si un hombre, tras la muerte de su padre, yace con su madre, se los quemará a ambos.
_ Si un hijo ha golpeado a su padre se le cortará la mano.
_ Si un señor abre brecha en una casa, delante de la brecha se le matará y se le colgará.
_Si se declara un incendio (fortuito) en la casa de un señor y (si) un señor que acudió a apagarlo pone los ojos sobre algún bien del dueño de la casa y se apropia de algún bien del dueño de la casa, ese señor será lanzado al fuego.
28 de ago. de 2007
22 de ago. de 2007
el turista de masas, impresiones y depresiones (III)
En Valencia me acerco hasta el acuario de la ciudad de las artes y las ciencias, conocido como L´Oceoanografic. Me sorprendo ante la magnitud de la tal ciudad: las dimensiones tienen el tufo megalómano de lo inhumano. La arquitectura, cursi y relamida como pocas veces he visto, remarca el carácter espectacular de todo el conjunto. Bajo una tenue pátina de "cultura" subyace un gigantesco negocio que, a juzgar por la cola que tuve que soportar, debe dar considerables beneficios. El acuario, como me temía, viene siendo una especie de zoológico posmoderno, un lugar en el que la divulgación científica desaparece bajo toneladas de cartón piedra y sofisticados juegos de luces. La lógica cultural del espectáculo ha conquistado el terreno de la ciencia en su versión más asequible. Muchedumbres con cámaras fotográficas vuelven locos a los animales a base de miles de flashazos por segundo mientras los altavoces repiten en cinco idiomas "rogamos no hagan fotos con flash". Las dimensiones elefantisíacas del recinto (¿unos 20 campos de fútbol?) invitan a salir corriendo hacia la carretera. Todo es muy moderno, el cartón piedra de los decorados de primera calidad. El buenrrollismo ecologista de sus paneles contrasta con los cálculos imaginarios que hago acerca de lo que consumirá el lugar en electricidad y agua y en las toneladas de desechos que generarán cada día. A mi alrededor, sin embargo, a juzgar por los infinitos clics que escucho en cada sala, reina la felicidad en un relajado ambiente de parque infantil para todas las edades. En las zonas exteriores estamos a unos 35º, en los túneles y salas subterráneas el aire acondicionado recrea con exactitud el ambiente de un sofisticado edificio de oficinas. A veces se escucha el sonido de alguno de los animales. El resoplido de la morsa me conmueve de manera absurda, los delfines agradecen la comida con algo parecido a una risa frenética, dos blanquísimas belugas me hacen creer por un instante que los ángeles pueden existir. Los animales son tan preciosos, tan exageradamente elegantes en sus desplazamientos que dan ganas de llorar al verlos allí metidos, haciendo círculos imaginarios para una multitud que parece preferir hacerles fotografías que disfrutar de su presencia. Salgo deprimido. Sabía a lo que iba. Soy gilipollas.
En Valencia me acerco hasta el acuario de la ciudad de las artes y las ciencias, conocido como L´Oceoanografic. Me sorprendo ante la magnitud de la tal ciudad: las dimensiones tienen el tufo megalómano de lo inhumano. La arquitectura, cursi y relamida como pocas veces he visto, remarca el carácter espectacular de todo el conjunto. Bajo una tenue pátina de "cultura" subyace un gigantesco negocio que, a juzgar por la cola que tuve que soportar, debe dar considerables beneficios. El acuario, como me temía, viene siendo una especie de zoológico posmoderno, un lugar en el que la divulgación científica desaparece bajo toneladas de cartón piedra y sofisticados juegos de luces. La lógica cultural del espectáculo ha conquistado el terreno de la ciencia en su versión más asequible. Muchedumbres con cámaras fotográficas vuelven locos a los animales a base de miles de flashazos por segundo mientras los altavoces repiten en cinco idiomas "rogamos no hagan fotos con flash". Las dimensiones elefantisíacas del recinto (¿unos 20 campos de fútbol?) invitan a salir corriendo hacia la carretera. Todo es muy moderno, el cartón piedra de los decorados de primera calidad. El buenrrollismo ecologista de sus paneles contrasta con los cálculos imaginarios que hago acerca de lo que consumirá el lugar en electricidad y agua y en las toneladas de desechos que generarán cada día. A mi alrededor, sin embargo, a juzgar por los infinitos clics que escucho en cada sala, reina la felicidad en un relajado ambiente de parque infantil para todas las edades. En las zonas exteriores estamos a unos 35º, en los túneles y salas subterráneas el aire acondicionado recrea con exactitud el ambiente de un sofisticado edificio de oficinas. A veces se escucha el sonido de alguno de los animales. El resoplido de la morsa me conmueve de manera absurda, los delfines agradecen la comida con algo parecido a una risa frenética, dos blanquísimas belugas me hacen creer por un instante que los ángeles pueden existir. Los animales son tan preciosos, tan exageradamente elegantes en sus desplazamientos que dan ganas de llorar al verlos allí metidos, haciendo círculos imaginarios para una multitud que parece preferir hacerles fotografías que disfrutar de su presencia. Salgo deprimido. Sabía a lo que iba. Soy gilipollas.
21 de ago. de 2007
el turista de masas, impresiones y depresiones (II)
Cala Torta es una de las muchas pequeñas calas situadas en la zona noreste de Mallorca. Cala Varques, un poco más hacia el Sur, comparte con ella un acceso complicado, tramos de carretera en un estado desastroso y un marco natural de belleza inusual. Ambas calas formaron parte de nuestro periplo mallorquín. La primera sorprende por sus aguas embravecidas -debe ser la playa más "atlántica" de las islas-, por el perfil geológico de su lado derecho, rocas plegadas como un acordeón y luego retorcidas como una bayeta al ser escurrida y por las hendiduras como cuchilladas que la erosión ha dejado sobre la arrasada planicie rocosa de su izquierda. Pese a la dificultad de llegar hasta ella hay un chiringo en este miniparaíso y un socorrista que tiene desplegada una inmensa bandera roja y que, nada más llegar, nos advierte, ni se os ocurra bañaros. Cala Varques es todo lo contrario, el lugar más parecido que uno pueda imaginar a la playa de sus sueños. Una cala que aparece de pronto como detenida en el tiempo en medio de un paisaje que invita a dejarlo todo y a quedarse allí a confundirse con una naturaleza desbordante de colores y texturas. El silencio de la playa -las olas son apenas pequeñas palpitaciones de un corazón diminuto- confiere al lugar una dimensión casi sagrada. Bañarse aquí es una pequeña experiencia de plenitud, un vistazo por la rendija a otra vida algo menos mala que la que uno lleva a diario.
Ambas calas, tan opuestas en bastantes cosas, compartían algo: un considerable montículo de basura que te saludaba nada más llegar. Al estar tan a desmano, estos lugares carecen de servicios higiénicos y su limpieza queda en manos de la educación de los visitantes. Es difícil explicar la violenta vergüenza que uno experimenta al llegar y encontrarse estos pequeños vertederos obra de aquellos que pasaron antes que tú por allí. Soy incapaz de entender que alguien necesite más de hora y media para llegar a una playa y que luego deje su bolsa de mierda junto a las otras en vez de cargar con ella de vuelta. El infierno somos los turistas.
Cala Torta es una de las muchas pequeñas calas situadas en la zona noreste de Mallorca. Cala Varques, un poco más hacia el Sur, comparte con ella un acceso complicado, tramos de carretera en un estado desastroso y un marco natural de belleza inusual. Ambas calas formaron parte de nuestro periplo mallorquín. La primera sorprende por sus aguas embravecidas -debe ser la playa más "atlántica" de las islas-, por el perfil geológico de su lado derecho, rocas plegadas como un acordeón y luego retorcidas como una bayeta al ser escurrida y por las hendiduras como cuchilladas que la erosión ha dejado sobre la arrasada planicie rocosa de su izquierda. Pese a la dificultad de llegar hasta ella hay un chiringo en este miniparaíso y un socorrista que tiene desplegada una inmensa bandera roja y que, nada más llegar, nos advierte, ni se os ocurra bañaros. Cala Varques es todo lo contrario, el lugar más parecido que uno pueda imaginar a la playa de sus sueños. Una cala que aparece de pronto como detenida en el tiempo en medio de un paisaje que invita a dejarlo todo y a quedarse allí a confundirse con una naturaleza desbordante de colores y texturas. El silencio de la playa -las olas son apenas pequeñas palpitaciones de un corazón diminuto- confiere al lugar una dimensión casi sagrada. Bañarse aquí es una pequeña experiencia de plenitud, un vistazo por la rendija a otra vida algo menos mala que la que uno lleva a diario.
Ambas calas, tan opuestas en bastantes cosas, compartían algo: un considerable montículo de basura que te saludaba nada más llegar. Al estar tan a desmano, estos lugares carecen de servicios higiénicos y su limpieza queda en manos de la educación de los visitantes. Es difícil explicar la violenta vergüenza que uno experimenta al llegar y encontrarse estos pequeños vertederos obra de aquellos que pasaron antes que tú por allí. Soy incapaz de entender que alguien necesite más de hora y media para llegar a una playa y que luego deje su bolsa de mierda junto a las otras en vez de cargar con ella de vuelta. El infierno somos los turistas.
20 de ago. de 2007
el turista de masas, impresiones y depresiones (I)
El Ferry de Balearia que va de Palma de Mallorca a Dènia tarda sobre el papel cinco horas en hacer la ruta. En la práctica, por motivos inescrutables que nadie se molesta en explicar al pasaje terminan siendo siete. Este ferry también hace escala en Ibiza, pero nadie te avisa de ello. El que el día elegido para viajar se un viernes convierte este hecho en algo relevante. Lo primero es la música que acompaña todo el viaje. Una exquisita selección de progressive, makina, hardcore y cualquier etiqueta que sirva para dignificar lo que conocemos como chunda-chunda. Lo segundo es el personal que nos acompaña hasta atracar en Ibiza: veinte clones del neng de Castelfa vestidos por pastis y buenri y puestos hasta arriba de una considerable variedad de sustancias estimulantes que empezarían en la lejía de limpiar la casa y terminarían en cosas más típicas como coca, speed o anfetas. El grito de guerra, repetido y coreado varias veces: "putas, porros y fiesta!!!". Animados por el discreto hilo musical, estos extras de las tomas falsas de "el planeta de los simios" toman la única zona exterior del ferry y la convierten en una improvisada pista de baile. Para bajar los efectos del subidón deciden cocerse a base de cubatas y cervezas. El efecto es realmente estimulante para el resto de los pasajeros: se dedican a putear a todo aquel que pasa por delante de ellos, bloquean el paso a cualquiera que lleve escote y consideran que arrinconar contra paredes y esquinas a alguien es una forma molona de ligar. Todo ésto mientras observan desafiantes a los cobardes que, como yo, los miran con todo el desprecio que puede soportar un carácter gallináceo. Dos horas y media después, el ganado desembarca repitiendo a coro su grito de guerra. Imagino Ibiza con cinco mil fulanos semejantes. La utopía hippy de los sesenta, oigo a mis espaldas, terminó en ésto. A ver si termina de veras.
El Ferry de Balearia que va de Palma de Mallorca a Dènia tarda sobre el papel cinco horas en hacer la ruta. En la práctica, por motivos inescrutables que nadie se molesta en explicar al pasaje terminan siendo siete. Este ferry también hace escala en Ibiza, pero nadie te avisa de ello. El que el día elegido para viajar se un viernes convierte este hecho en algo relevante. Lo primero es la música que acompaña todo el viaje. Una exquisita selección de progressive, makina, hardcore y cualquier etiqueta que sirva para dignificar lo que conocemos como chunda-chunda. Lo segundo es el personal que nos acompaña hasta atracar en Ibiza: veinte clones del neng de Castelfa vestidos por pastis y buenri y puestos hasta arriba de una considerable variedad de sustancias estimulantes que empezarían en la lejía de limpiar la casa y terminarían en cosas más típicas como coca, speed o anfetas. El grito de guerra, repetido y coreado varias veces: "putas, porros y fiesta!!!". Animados por el discreto hilo musical, estos extras de las tomas falsas de "el planeta de los simios" toman la única zona exterior del ferry y la convierten en una improvisada pista de baile. Para bajar los efectos del subidón deciden cocerse a base de cubatas y cervezas. El efecto es realmente estimulante para el resto de los pasajeros: se dedican a putear a todo aquel que pasa por delante de ellos, bloquean el paso a cualquiera que lleve escote y consideran que arrinconar contra paredes y esquinas a alguien es una forma molona de ligar. Todo ésto mientras observan desafiantes a los cobardes que, como yo, los miran con todo el desprecio que puede soportar un carácter gallináceo. Dos horas y media después, el ganado desembarca repitiendo a coro su grito de guerra. Imagino Ibiza con cinco mil fulanos semejantes. La utopía hippy de los sesenta, oigo a mis espaldas, terminó en ésto. A ver si termina de veras.