una noche de reyes de hace mil años
Cuando era niño, la noche de reyes la pasábamos en casa de mis abuelos maternos. Nos juntábamos un buen lote de familiares que incluía a padres, hermanos, tíos, primos y abuelos. Convertíamos el salón principal en un improvisado dormitorio para niños y allí aguardábamos, entre la histeria contenida por los regalos venideros y la bulliciosa electricidad del estar todos juntos, a que amaneciera para destripar el contenido de los regalos primorosamente empaquetados. Mi recuerdo más intenso es algo absurdo. Las sábanas calientes, las frías baldosas del pasillo cuando uno se despertaba de madrugada en busca de los regalos, el volver a la cama completamente despierto por el frío en busca del calor remanente de la cama, el olor a nuevo de los juguetes, el sonido del papel de regalo crepitando al abrirlo, la sensación única en el año de ser un rey instantáneo que gobernase efímeramente durante unas horas sobre la mayoría de sus deseos. La infancia como plenitud.
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