vértigo
de pronto, tras la avalancha habitual de la tercera semana de diciembre -exámenes, evaluaciones, notas, fiesta en el colegio, el torrente de padres de cada último día del trimestre, salida con los compañeros con la cabeza puesta en el sofa- me levanto (tarde) y me encuentro en horario de trabajo deambulando por la casa; el peso de las rutinas se hace tan fuerte que me siento raro fuera de ellas; me hago unos cereales y con la taza en la mano enciendo el ordenador para intentar convencer a mi organismo de que estoy de vacaciones, de que puedo perder el tiempo libremente, a destajo, de que puedo intentar olvidar algunas de las demenciales conversaciones que ayer tuve desde las nueve de la mañana hasta las nueve de la noche con algunos padres; no tengo éxito, hay cosas que se empeñan en acompañarte mientras pones el cerebro a cero y tratas de inocularte dosis elevadas de banalidad para que la ligereza del mundo te levante el ánimo: los números de la lotería, la crónica del tarrassa-celta, los debates absurdos en los foros de los periódicos por internet, el repaso superficial a los blogs favoritos: todo es en balde; reviso las notas que tomé ayer en las conversaciones; hay un malestar de fondo considerable asomando tras ellas, como si la relación padres-alumnos-profesores hubiera entrado en una etapa de desconfianza insalvable (no en todos los casos, pero sí de forma mayoritaria);
recuerdo un aforismo de nietzsche que cita neil postman al comienzo de "el fin de la educación": "uno es capaz de soportar casi cualquier como
si tiene claro el por qué"; sospecho que ese por qué, hoy en día está envuelto en una nebulosa de incertidumbre: ¿por qué tienen que ir los niños/adolescentes a la escuela? yo lo tengo claro, pero a veces me da la impresión de que, fuera del ámbito educativo, nadie tiene clara la respuesta a esa pregunta;
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