15 de out. de 2004

épica de lo cotidiano
a lo largo de esta semana en el colegio hacemos una pequeña presentación del curso que se avecina para los padres que estén interesados; hoy le ha tocado el turno a los de 3º y 4º de eso, y, como profesor de dos asignaturas me toca preparar un par de intervenciones -breves- en las cuales hablar de metodologías, objetivos, temarios y lo que se me ocurra sobre el tema; es ya casi noche cuando los padres llegan surgiendo como fantasmas entre la lluvia; nos acercamos hasta el gimnasio habilitado como improvisado auditorio para la ocasión; apenas unos treinta padres que han robado un par de horas a su descanso, a su trabajo, a su tiempo libre o a sus ocupaciones domésticas; durante un par de horas vamos desgranando nuestras intenciones y preocupaciones -a todo profesor le encanta hablar de su(s) asignatura(s) (creo)-, extendiéndonos un poco más de lo previsto; mientras hablo me veo desde fuera, algo acelerado, tratando de resultar a la vez breve, claro, intenso, convincente y cercano, pensando en ese puñado de padres capaces de perder dos horas de su escaso tiempo para venir a escucharnos, capaces de acercarse hasta el colegio para participar un poco más de cerca de la educación escolar de sus hijos; me conmueve tan profundamente que estén allí, en medio de la frialdad del gimnasio, oyendo en silencio y con cara de atención a los profesores de sus hijos, que siento unas ganas inmensas de abrazarlos uno a uno y de darles las gracias por su gesto, aparentemente pequeño, pero inmenso por lo que significa como declaración de intenciones;

al terminar de hablar todos, el grupo de padres se deshace y se acercan a nosotros a saludar, a hacer comentarios intrascendentes pero preciosos por la necesidad de cercanía que traslucen; exhibo una sonrisa afectuosa, misteriosamente en mí, sincera, extrañamente en mí, cálida, verdadera; no abrazo a ninguno, pero mi gratitud desborda mi tono de voz o las miradas que les dirijo; en mitad de la noche, al salir, ni la humedad ni el frío consiguen apagar mi estado de ánimo;

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