12 de out. de 2004
cuando uno cumple años, secretamente -o casi-, termina siempre por hacer una especie de minibalance vital; no debería entregarse a semejante labor -que siempre va a tener resultados decepcionantes- pero lo hace;
pese a la repetición mecánica de los tópicos -el crecimiento abdominal-horizontal sostenido, el cuarteamiento imparable de la piel, cierta fatiga sorda pero continuada por las mañanas y por las noches, la dolorosa pérdida del horizonte de las expectativas de juventud, una progresiva reducción de los reflejos mentales, el desapego paulatino con respecto a las obsesiones que sostuvieron los años anteriores-, sobre el rumor persistente de éstos, uno experimenta una satisfacción que podríamos llamar de segundo orden: la que se desprende de contemplarse a sí mismo cada vez con más escepticismo y desapasionamiento, la de alcanzar en la relación con la propia vida una especie de tablas entre los deseos y la realidad, las frustraciones y los logros;
la edad no trae ninguna clase de paz, ni siquiera algún tipo de relajación vital, sino un equilibrio precario entre lo que se desea y lo que se sabe que se puede alcanzar, una especie de vista aérea sobre la superficie de las propias necesidades y la capacidad para satisfacerlas; lo que se podría llamar un enfriamiento en la relación con uno mismo, como si ya no cupiesen las sorpresas ni los disgustos de gran calibre, sólo el sonido confortable del deslizarse sobre las seguras vías de la rutina, mientras todo alrededor parece acelerarse vertiginosamente
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