Está explicado de forma marabillosa por Manuel Delgado neste artigo do ano 2000 que atopei
no seu blog, referido ás festas do solsticio de verán.
¿HACIA UN SANT JOAN SIN FUEGO?
Manuel Delgado
Nada hay de intrascendente en las fiestas populares. Tras lo que puede parecer un atavismo más o menos simpático se ocultan poderosas formas de acción social. Los ciudadanos reclaman y obtienen en las fiestas la hegemonía sobre el espacio público, demostrándole a los políticos, los arquitectos y los diseñadores urbanos lo iluso del control que créen ejercer sobre él. Eso sin contar con que son mecanismos que le permiten a una comunidad humana establecer una continuidad entre pasado y presente –tener memoria, en definitiva– y generar un sentimiento de identidad compartida del que dependerán múltiples formas de cooperación y civilidad.
En ese sentido, la más emblemática de nuestras fiestas populares es, sin duda, la de la víspera de Sant Joan, ocasión que nadie puede abstenerse de celebrar, obligación de convivir compartiendo y hacerlo, no como en Navidad, en la intimidad de la vida familiar, sino en ese espacio que es de todos y de nadie en particular: la calle.
Ahora bien, hay un elemento de ese paisaje festivo que se repite en noches como la que acabamos de pasar, que peligra y que, si no se remedia, está condenado a desaparecer o a subsistir penosamente : las hogueras. Sin recurrir a estadísticas, todos podemos observar como cada año desaparecen fuegos tradicionales y que nuestras ciudades ya no ofrecen aquella visión alucinante –contemplable desde cualquier alto– de arder por los cuatro costados.
Hay varios factores que contribuyen a esa decadencia acaso irreversible de las hogueras sanjuaneras. Está claro que existen dificultades técnicas graves, como la desaparición de viejas ubicaciones y muchas veces la casi imposibilidad de encontrar ni siquiera un lugar dónde guardar la leña. Por lo demás, las autoridades municipales han arreciado en su vieja obsesión persecutoria contra los fuegos no autorizados, con su manía de monitorizar cualquier expresión festiva y de controlarlo todo y a todos. También por haber generado contextos urbanísticos cada vez más de «mírame y no me toques».
Pero, sobre todo, la razón de la crisis es sociológica y delata cambios culturales profundos, sobre todo por lo que hace a las formas de sociabilidad infantil que habían caracterizado hasta hace poco la vida en los barrios. De ellas se derivaba una asociación entre niñez y nit de Sant Joan deliciosa, que Joan Manuel Serrat exaltara en una inolvidable canción –«doneu-me un troç de fusta per cremar...»–, pero que apenas cuenta con posibilidades de sobrevivir.
Ya no hay niños que recojan madera, la oculten y la prendan en el momento dado, en el sitio de siempre, antes de que las autoridades hayan tenido tiempo de impedirlo. La imagen de las pandillas de rapaces de 8 a 14 años, que organizaban una auténtica sociedad paralela en la calle, se ha extinguido casi como consecuencia de una alarmante pérdida de autonomía infantil. Nuestros hijos de esa edad hacen su vida social en ámbitos rigurosamente controlados –escuelas, esplais, gimnasios...– y sus padres preferimos que se pasen la tarde viendo la tele o jugando con la nintendo antes de tolerar que bajen a un calle que les presentamos llena de amenazas físicas y morales. Los niños están demasiados ocupados en disciplinarse –ballet, bascket, tae-kwondo...– como para perder el tiempo viviendo. Ya no existe la canalla. Jamás la infancia había sido menos libre que ahora.
Esto implica que sólo existen dos alternativas en relación con el futuro de las hogueras de Sant Joan. Una es la de resignarse a que este proceso social arrastre consigo los fuegos y que queden con vida sólo unos cuantos más o menos oficiales. La otra es la de entender que sólo los adultos estarán dentro de poco en condiciones de preparar y encender hogueras, puesto que no es posible recuperar el protagonismo de unos niños del barrio que, en tanto que tales, ya no existen, ni volverán a existir probablemente.
Y no pasa nada porque quede una marca en el asfalto. Lo que para los técnicos municipales es un «deterioro del firme», para los vecinos es un recordatorio de ese lugar en que, año tras año, llegado el solsticio, se permiten proclamar que no son un agregado impersonal de individuos y familias, sino una colectividad que comparte intereses e identidad.
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