nostalgia del exceso
El adjetivo "bonito" se suele utilizar por eliminación. Acostumbra a ser el final de un proceso de descartes, de eliminaciones sucesivas para describir una situación o un acontecimiento que no damos clasificado y que, probablemente, tampoco nos interesa demasiado valorar. Un lago con pinos alrededor. Una puesta de sol desde la playa. Cualquier foto de un bebé con un gato al lado. Una canción de Josh Rouse. Una postal nocturna de la torre Eiffel iluminada. Unas nubes en el cielo. Un paisaje de montaña nevado. Un concierto de Josh Rouse. Yo qué sé. Pensé en todo ésto ayer, mientras escuchaba a Josh Rouse en el teatro Salesianos dentro del ciclo "vangardas sonoras" (ciclo que, por lo visto en el folleto promocional no está a la altura de su denominación ni de lejos) y pasaba el rato arrullado por sus canciones. Pop de autor para cantar las cosas pequeñas de la vida. Dos guitarras acústicas, toques suaves de órgano, melodías pegadizas ma non troppo. Rollo Don Mclean, James Taylor, todo correcto, pulcro, aseado, "sensible". Ni rastro de las comparaciones con Raymond Carver de las que hablaba la nota de prensa. En sus mejores momentos, cantando en castellano, algunas sonrisas al recordar a un peso pesado, Jonathan Richman y su español macarrónico. Todo muy confortable y relajante. A mi alrededor, sin embargo, la gente rugía entregada ante cada nuevo tema. Me pregunté, ¿soy el único al que tanta corrección le resbala completamente? Al salir, me encontré rodeado por un número considerable de caras de entusiasmo. Algunos conocidos me preguntaban, que tal el concierto. Sólo me salía, bonito, sí, muy bonito. Me acordé de Bonnie Prince Billy hace dos años. Un hombre, una guitarra, sin melodías pegadizas, sin estribillos, sin ir de guay con el público. Aquello raspaba, hería, atravesaba piel, carne, hueso. Salías dándole vueltas a algo. Nunca se me ocurriría calificarlo de "bonito". No sé si me explico.
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