7 de ago. de 2008

nosotros somos el espectáculo
Estoy en Verona. El calor es soportable, la ciudad tiene las dimensiones adecuadas para ser abarcada superficialmente en un par de horas andando. Supongo que dos horas y media pateando es el límite entre una ciudad recorrible, y, por lo tanto casi real, y otra no recorrible, y, por lo tanto candidata clara a habitante de la frontera con la irrealidad. Conozco muchas ciudades, en ese sentido, tan irreales que me sigo asombrando de que estén en su sitio cuando vuelvo a ellas. Otras, en teoría pequeñas, como aquella en la que vivo, permanece en un estado superpuesto de realidad e irrealidad que, supongo, la vuelve virtualmente incomprensible para un turista medio como yo. En Verona, miles de turistas disfrutamos de las pequeñeces grandiosas que hacen disfrutable una visita así. Una callejuela sobresaturada de capas de óxido en sus paredes y balcones al borde de la descomposición en la que en el siglo XVIII comenzó el alzamiento contra los franceses y los dálmatas (fascinante nacionalidad, yo pagaría por ser dálmata, guau), una plaza microscópica con una cafetería situada justo en el cuarto de su superficie en sombra, un puente renacentista con sobredosis de épica derribado por los nazis en su huida de Italia y reconstruído con las piedras recogidas una a una del río o un restaurante ocupando una callejuela completa presto para ser asaltado por turistas famélicos desesperados por sentarse a la sombra ante un plato de pasta supuestamente casera. Sin embargo, como en cualquier otro destino turístico del planeta -y ya casi todos sus lugares lo son- el espectáculo más fascinante, aquello que realmente hay que ver, somos los propios visitantes. En la inmensa Piazza Bra, algunas decenas de miles hacen cola para entrar al anfiteatro romano que se mantiene en pie como si lo hubieran levantado en plena burbuja inmobiliaria, otros cientos de miles toman millones de imágenes armados de cámaras compactas, cámaras réflex digitales, cámaras de vídeo de todo tipo y teléfonos móviles de antepenúltima y penúltima generación y algunos miles de millones, sentados en alguna de las cafeterías que proporcionan a)sombra, b)bebida y c)comida observamos con fingida ausencia de placer el espectáculo inmenso de nuestro espíritu colectivo destilado y puesto en escena (casi) completamente gratis: mirar, mirar, mirar. Para luego, como quien no quiere la cosa, casi con calculado desapego, dejándolo caer con una elaborada naturalidad ensayada sin descanso todos los días del viaje, poder decir, ah sí, yo estuve allí, no estaba mal, bah.

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